Transcripción del archivo de audio recuperado por el periodista Álvaro Mecha, durante su expedición a la Sierra de Grazalema, como parte de una investigación independiente sobre las desapariciones no resueltas en la zona. La grabación fue captada a la entrada de la cueva conocida por los lugareños como la Boca de Piedra, un enclave geológico que, según múltiples testigos, ha cambiado de forma tras el colapso del barranco. Aún hoy pueden escucharse ecos imposibles, susurros, fragmentos de conversaciones humanas y ruidos animales que emanan del interior sin causa aparente. Varios intentos de exploración han terminado en pánico o lesiones psicológicas severas. Según los expertos, no hay presencia humana en su interior desde el suceso de 2022, cuando un equipo de rescate desapareció sin dejar rastro tras ingresar menos de 20 metros en la caverna.
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Nunca he sabido explicar bien lo que pasó aquel verano en la Sierra de Grazalema. Ni siquiera ahora, si es que ahora existe. No tengo cuerpo. No tengo forma. Soy solo conciencia atrapada, un pensamiento sin dueño que se arrastra entre capas de piedra y silencio. Esta voz que escuchas no es más que un eco lejano de lo que fui, una vibración residual que la roca decidió conservar. Repite lo que queda de mí, una y otra vez, esperando quizás que alguien lo escuche. Que alguien entienda. Tal vez tú, ahora, grabando junto a la entrada, puedas oírme y dar sentido a este horror. Si puedes oírme, escucha con atención. Porque todo empezó cuando la gente empezó a desaparecer…
Primero un senderista solitario. Luego una pareja de turistas alemanes. Después, un guarda forestal que conocía cada árbol de la sierra como la palma de su mano. Nadie regresaba. Nadie dejaba rastro. La Guardia Civil puso carteles, patrullas, helicópteros. Se organizaron batidas, se revisaron senderos, se interrogó a los vecinos. Nadie encontró nada. Como si se los hubiese tragado la tierra. Los lugareños dejaron de salir al atardecer. Las risas en las terrazas cesaron. Los pastores guardaban sus rebaños antes del crepúsculo, y algunos incluso empezaron a clavar cruces de madera en los linderos. Y entonces, casi al mismo tiempo, empezaron a aparecer rostros nuevos en el pueblo. Gente que nadie recordaba haber visto llegar. Que hablaban poco. Que no sonreían. Que caminaban como si cada paso fuera aprendido. Algunos empezaron a notar algo raro en esos «nuevos vecinos». Como si no acabaran de encajar en sus propias pieles.
Porque sí, aparecía gente. Caminantes silenciosos, de expresión neutra, como si no entendieran del todo el mundo que pisaban. Forasteros que nadie vio llegar, que no llevaban equipaje ni coche, pero que ocupaban casas vacías, chozas abandonadas o incluso antiguas cuevas que los vecinos recordaban como selladas desde hacía años. Hablaban poco, y cuando lo hacían, sus voces eran demasiado planas, como imitaciones de algo aprendido. Evitaban cruzar miradas. Algunos decían que sus ojos no parpadeaban. Otros juraban que sus rostros tenían algo descompensado, como si hubieran sido montados con piezas que no encajaban del todo. Y cuando alguien les hablaba, o les preguntaba su nombre, no respondían: salían corriendo. Siempre hacia la misma dirección: el fondo del Barranco del Infierno, donde el sol apenas toca el suelo y el viento lleva olor a humedad y cosas muertas.
Lo vi con mis propios ojos. Un niño que decía ser de Ronda, pero caminaba como si nunca hubiera tenido pies, arrastrando los talones, levantando polvo con cada paso descoordinado. Lo vi intentar sonreír, pero su rostro no entendía el gesto. Un hombre con el rostro exacto de alguien que había muerto en 1997, idéntico hasta la cicatriz en la ceja, pero con los ojos vacíos, como si le hubieran impreso una cara sobre una máscara. Una mujer de aspecto dulce, con trenzas y vestido floral, que hablaba con la voz de una niña de ocho años, pero cuyos movimientos eran lentos y torpes, como marioneta sin titiritero. Cuando alguien le preguntó su nombre, empezó a tartamudear, luego se echó a temblar y salió huyendo hacia la niebla. No estaban vivos, no estaban muertos. Eran… imitaciones. Disfraces vacíos. Ecos de carne y hueso. Recipientes malformados que intentaban parecer humanos sin entender del todo lo que eran.
Fue la desaparición de mi primo José lo que me empujó a actuar. Era un tipo fuerte, de esos que no se asustan por nada. Había crecido entre riscos y senderos, conocía la sierra como si la hubiera parido su madre. Salió a buscar setas una mañana fresca, con su cesta de mimbre y su navaja vieja. Nunca volvió. Al principio pensamos que se había perdido, o que se había hecho daño. Pero José no era de los que se pierden. Tres días después, cuando ya todos lo dábamos por muerto, lo vi. Estaba entre los pinos, al borde del camino viejo, de pie y quieto como una estatua mal colocada. Llevaba la misma ropa con la que había salido, pero estaba manchada, desgastada, como si hubiese caminado días sin rumbo. Sus ojos no miraban: brillaban, fijos, como si alguien más estuviera usando su cuerpo. Y su expresión… su expresión era una copia barata de sí mismo, como si alguien hubiese intentado recordar cómo sonreía y hubiese fallado por poco. Le grité su nombre, pero no respondió. Solo echó a correr hacia el bosque, con un trote extraño, casi mecánico. Huyó como los otros.
Llamamos a la policía. Esta vez vinieron con refuerzos. Furgones, armas largas, perros de rastreo y rostros serios. Nadie sonreía. Nadie hacía bromas. La tensión se palpaba, espesa como la niebla que nos tragaba a cada paso. Un grupo de vecinos se unió a la búsqueda, yo incluido, armados con linternas, palos, y más miedo del que queríamos admitir. Seguimos las huellas hacia el barranco, pisadas deformes que se desdibujaban con rapidez, como si el suelo intentara olvidarlas. La niebla allí era tan espesa que parecía sólida. Sabías que había algo delante no porque lo vieras, sino porque el aire se volvía más denso, más húmedo, más pútrido. Olía a carne quemada, a tierra mojada, a sangre vieja. Y al fondo, más allá de los helechos partidos y los árboles sin hojas, algo esperaba.
Allí la encontramos. A «la cosa». No puedo llamarla criatura, ni ser, ni ente. Era una aberración. No tenía forma fija. Se alzaba entre la maleza como un montón de carne viva, madera astillada, piel desgarrada, hueso expuesto y metal oxidado. Una abominación que latía, respiraba con un sonido húmedo, como un fuelle roto, y goteaba sangre negra mezclada con savia, aceite y barro. Su superficie no era constante: mutaba a cada instante. Lo que un segundo era una pierna humana se transformaba en una raíz gruesa, luego en un fragmento de escalera, y después en un torso infantil cubierto de ojos. Una rueda de bicicleta sobresalía de su espalda como si la hubiese absorbido a medias. Un tronco emergía desde su costado. Un ojo, demasiado humano, se abría entre pliegues de carne y miraba, aunque no parecía ver. Aquello no existía en ninguna lógica natural. Era como si el mundo hubiese intentado vomitar algo que no sabía cómo formar del todo.
Los agentes abrieron fuego. El sonido de las balas resonó por toda la sierra. Algunas se incrustaron en la criatura y algo insólito ocurrió: empezó a asimilar los proyectiles. Su piel se volvió metálica, más dura, más lenta. Uno de los disparos dio en una de sus manos, y por primera vez, se detuvo. No podía moverla. Un guardia gritó: «¡Solo puede absorber materia viva!».
Lo comprendimos tarde. Se nos echó encima. Gritamos. Disparamos. Corrimos. La mitad del grupo murió allí mismo. Un guardia fue absorbido ante mis ojos: su piel desapareció, sus huesos se mezclaron con la cosa, y luego… salió caminando, con su cara, su uniforme, su voz. Pero no era él.
Huidizos, agotados, nos reagrupamos. Yo cogí una piedra y la lancé con fuerza. Impactó en lo que parecía un pecho humano, y la criatura se encogió de dolor. Había una forma de hacerle daño, pero necesitábamos atraerla a un sitio donde no pudiera escapar.
La atrajimos hacia un saliente rocoso. Una garganta de la montaña con paredes altas, resbaladizas, y sin vegetación. Ahí podríamos forzarla a usar sus recursos. Pero al final… me acorraló.
Estaba solo. El precipicio tras de mí, la criatura frente a mí, creciendo, con mis propios ojos en una de sus caras. Me habló con mi voz. Me suplicó con la de mi madre. Avanzó. Y salté. No para huir, sino para escalar la pared opuesta.
Pero saltó tras mí. Me atrapó en el aire. Me asimiló. Sentí su piel cubriéndome. Su mente abriéndose. Y dentro… había voces. Recuerdos de animales, plantas, humanos. Sabores, pensamientos, emociones. Vi lo que fue un lobo, lo que fue un niño. El alma de mi primo. La conciencia de un zorro. Todo estaba ahí, atrapado, reviviendo para siempre.
Morí. No hay otra forma de decirlo. Pero no desaparecí. Me convertí en otra capa, otra voz en su piel viva. Y cuando el bicho cayó contra el fondo del barranco, asimiló la montaña para no sentir el golpe. Se convirtió en piedra viva. La entrada se cerró como una boca. Los ojos se abrieron en la roca.
Y aquí estoy. No sé si hay alguien escuchando, pero si puedes oírme, no entres. No piques. No busques muestras. Porque ahora la montaña esta esperando…
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[Fin de la grabación. Archivo sellado por el Instituto de Estudios Geológicos de Andalucía. Entrada a la cueva restringida desde 2022. La roca sigue «gimiendo» cada noche de luna nueva.]
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