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Piratas del Mediterráneo – Capítulo IV: Entre Aguas

El apagón ya había pasado. Los móviles volvían a tener batería, las teles zumbaban de nuevo y los videojuegos ya podían seguir robando infancias. Pero algo había cambiado. Los niños del porche, esos mismos que habían sido rescatados del aburrimiento por las historias de piratas del abuelo Cebolleta, ahora miraban la linterna medio gastada como si fuera un relicario.

Y fue Carmen, la mandona sin corona, la que alzó la voz:

—¡Abuelo, no te hagas el longui! ¿Qué pasó con el Canijo y el Garrapata? ¡Lo dejaste en lo mejor!

El abuelo Cebolleta, que había estado removiendo una infusión de anís con cola, soltó un bufido.

—Ni TikTok ni churros… ahora queréis saber más, ¿eh?

Los niños asintieron al unísono.

—Pues agarrad bien el culo a la silla. Lo que viene ahora es más salado que una mojama de Barbate y más raro que un pez de tres ojos en las aguas de Estepona.

***

Cuando el Canijo del Cabo cruzó el umbral de la Capitanía del Hombre Muerto, lo hizo con la seguridad de quien ha bailado sevillanas en la cubierta de un barco en plena tormenta. La torre donde habían entrado con el Garrapata ya no parecía una estructura de madera: era un palacio de otro tiempo, un laberinto de espejos de sal, estatuas que lloraban lágrimas de ron y escaleras que solo se subían si ibas bajando.

Allí, cada paso tenía memoria. Y los barcos, sí, los barcos también tenían alma.

Mientras el Canijo y su tripulación avanzaban por pasillos de niebla y cantos lejanos, se escuchó un rugido marino, algo entre el bramido de una ballena y el gruñido de un dios hambriento. De las profundidades emergió un ser gigantesco: un kraken con ojos de faro y ventosas que dejaban marcas como tatuajes.

—Ese es el Guardián del Umbral —dijo el Alguacil del Juramento—. Solo deja pasar a los que no temen olvidar quiénes son.

La Niña del Sudario tembló. El Loro Mudo empezó a silbar por primera vez en años. El Canijo, sin inmutarse, sacó de su abrigo un anillo de oro: un anillo que una vez, hace mucho, le robó a un pirata famoso por su andar raro y su gusto por el ron.

—Yo a ese tío lo conocí —murmuró—. Jack Sparrow se llamaba. Buena gente, pero no sabía tocar por bulerías. Intentamos montar un grupo de música: “Los Corsarios Borrachos”, pero no funcionó. Le rompí este anillo en una partida de ron… y desde entonces el Garrapata no ha dejado de obedecerme.

El kraken lo miró. Y en lugar de atacar, se hundió en las aguas, dejando una espiral de burbujas que cantaban algo en latín antiguo.

—Vamos bien —dijo el Canijo, y tiró de su guitarra como si fuera un arma.

Fue entonces cuando un nuevo personaje irrumpió en la historia. Una figura encapuchada descendió de los techos invertidos. Tenía un sombrero de época, una barba blanca mal recortada y ojos que evitaban el contacto visual.

—¡Cristóbal Colón! —dijo el Alguacil, con desprecio.

El explorador bajó la cabeza.

—No vine a buscar las Indias, ni las Américas… —susurró—. Vine huyendo del Chikito de la Mar.

Un silencio sepulcral llenó la sala. Todos conocían ese nombre. El corsario más cruel que surcó jamás el Estrecho. Capitán del temido navío **El Silencio de San Nicolás**, un barco maldito que solo él podía manejar. Según las leyendas, el Chikito fue secuestrado de niño y vendido como esclavo. Pero en mitad de la noche, liberó sus ataduras, mató a toda la tripulación y ató sus almas al casco del barco. Cuando llegó a puerto, acabó con todos los guardias salvo uno. Y cuando le preguntaron por qué lo dejó con vida, la respuesta llegó por detrás, con voz de sombra:

—Alguien debe contar las historias… para que me teman.

Los niños se encogieron en el porche. Uno incluso dejó caer una bolsa de patatas sin darse cuenta.

El abuelo Cebolleta se encendió un cigarro invisible y continuó:

***

Colón no era un héroe. Era un impostor. Un tahúr del océano. Había oído rumores de una isla entre aguas, una que flotaba entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Esa isla, según sus cálculos y el mapa de un loco flamenco, podía esconder la Puerta del Estrecho: un portal mágico con el poder de conceder la inmortalidad… o algo peor.

Pero nunca la encontró. Aterrorizado por el rastro del Chikito, se inventó el cuento de las Américas para desviar a los Reyes Católicos. Y así se convirtió en héroe de una historia que no le pertenecía.

El Canijo lo miró con lástima.

—No todos los que navegan son marineros. Algunos solo son cobardes con brújula.

Pero la historia no acababa ahí. Porque los barcos mágicos tienen sus propias leyes. El Garrapata, por ejemplo, podía hablar con las olas, disfrazarse de banco de sardinas para esquivar a la flota portuguesa y reproducir cualquier canción con el crujir de su madera.

—Yo lo enseñé a cantar tangos —presumió el Canijo.

Colón, viendo que no podía mentir más, entregó su mapa. Era una hoja de piel de kraken, con tinta de pulpo encantado. Marcaba el camino hacia la isla entre aguas… y algo más: una marca con forma de lágrima en mitad del mar. El Canijo la reconoció al instante.

—Esa es la cicatriz del océano. Solo se abre cuando alguien canta con verdad.

La tripulación preparó las velas. El viento volvió a soplar, esta vez cargado de sal, memoria y promesas rotas. El Garrapata se elevó, literalmente, surcando los cielos breves entre Málaga y Cádiz. Pasaron por Nerja, por la Cala del Moral, por El Palo, donde un pescador viejo alzó la vista y murmuró: “Otra vez los fantasmas”.

Y finalmente, la encontraron. La Isla Entre Aguas.

Una lengua de tierra que no figuraba en los mapas modernos. Sus playas estaban hechas de conchas susurrantes, sus palmeras lloraban resina dorada, y en su centro había una puerta de piedra con forma de mandíbula abierta.

—Esa es la entrada —dijo el Alguacil.

Pero no estaban solos.

El mar rugió. El Silencio de San Nicolás emergió, silencioso como una maldición. Su vela ondeaba sin viento, sus cañones brillaban con luz lunar, y en su proa se erguía el Chikito de la Mar. No parecía más viejo que el Canijo, pero sus ojos… sus ojos llevaban siglos sin cerrarse.

—Canijo… —gruñó—. Te estaba esperando.

—Chikito… —respondió—. ¿Te acuerdas de Jerez?

—Nunca lo olvidé.

***

Lo que pasó después nadie lo cuenta igual. Algunos dicen que pelearon con guitarras de fuego. Otros, que las almas atrapadas en el Silencio de San Nicolás intentaron devorar al Garrapata, pero el anillo robado a Jack Sparrow activó un escudo flamenco que repelía a los no-muertos.

Lo cierto es que la batalla fue tan mágica que el mar aprendió a cantar por alegrías esa noche.

Y justo cuando la cosa se ponía más tensa…

—¡Niños! ¡Ha vuelto la luz!

El porche explotó en gritos. TikTok, Switch, móviles, todos volvieron a iluminarse. Y los niños salieron corriendo.

El abuelo Cebolleta se quedó solo, sonriendo con su copa vacía.

—Otra vez será… —dijo—. El tesoro aún no ha sido encontrado.

[Continuará…]
 

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