Piratas del Mediterraneo

 Fue el día del gran apagón. Toda España se quedó a oscuras, desde las azoteas de Bilbao hasta las calas escondidas de Tarifa. Las farolas no encendieron, los teléfonos dejaron de sonar, y las teles, por primera vez en muchos años, enmudecieron todas a la vez. En Jerez de la Frontera, un grupo de niños y niñas se quedó sin dibujos, sin TikTok, sin Play y sin paciencia.

—¡Abuelo Cebolleta! ¡Cuente algo, que nos morimos de aburrimiento! —gritó Carmen, que siempre mandaba aunque nadie la había votado.

El abuelo Cebolleta, con sus gafas torcidas, su gorra de pescador jubilado y una copa de anís medio temblando en la mano, levantó una ceja.

—¿Queréis historia? Os voy a contar una que ni en Netflix, ni en los libros del colegio, ni en la Wikipedia aparece. Una historia de verdad… de esas que huelen a salitre y a peligro.

Los niños se acomodaron en el porche, rodeados de velas y una linterna que ya parpadeaba. Y el abuelo empezó:

—Hace muchos, muchos años, cuando los mapas del Mediterráneo se dibujaban con pluma y tinta de calamar, las islas aparecían y desaparecían según el humor de los vientos… existía un barco pirata que no obedecía a rey ni república. Se llamaba La Garrapta de las marismas.

Y su capitán era el más temido y querido del Estrecho: El Canijo del Cabo.

No todos los mares se rigen por las leyes del viento. Hay corrientes que obedecen a la música, hay tormentas que se despiertan con una copla. Y hay capitanes, como El Canijo, que gobiernan con una guitarra a la espalda y una cicatriz de sal bajo el ojo izquierdo.

En los mapas del Mediterráneo, hay un lugar que nunca aparece con claridad. Un pedazo de mar envuelto en niebla, con olor a ron, azufre y azahar. Allí navega el Garrapta, el barco pirata más sucio, ruidoso y temido desde Jerez hasta las Islas Grises de Levante.

El Garrapta no era un navío de esos finos y orgullosos. No. Su proa estaba reforzada con barriles vacíos, su vela mayor parchada con sábanas de burdel y en el timón había clavada una herradura oxidada que, según su capitán, «traía buena suerte si se bebía mirando al este».

Y su capitán… ah, su capitán era un poema sin rima. El Canijo del Cabo. Vestido con un abrigo rojo deshilachado, unas gafas oscuras que no se quitaba ni en plena noche, y un acento que olía a feria y a compás.

Se decía que había nacido en una taberna de Sanlúcar, entre barriles de manzanilla y juramentos de marineros. Que su madre lo parió cantando por bulerías y que su primer llanto fue afinado. Nadie sabía su nombre real, pero todos temían su silbido: tres notas que, si las oías cerca, significaba que el Garrapta había elegido nuevo destino… o nueva víctima.

Aquel día, mientras la bruma se deshacía como nata vieja sobre el mar, el Canijo se levantó del barril donde dormía. Echó un trago de lo que parecía ser café pero olía a brea, se rascó la barba como quien consulta las estrellas y se acercó al timón.

—Hoy es día de muerte o leyenda —dijo, sin mirar a nadie.

La tripulación se giró en silencio. El Loro Mudo, que llevaba un año sin hablar desde que comió un mapa encantado, asintió con solemnidad. El Tuerto de Dos Ojos, que llevaba un parche en cada ojo por si acaso, tanteó su espada. Y la Niña del Sudario, que siempre andaba vestida como si viniera de su propio entierro, soltó una risa que heló el viento.

El Canijo desplegó un pergamino. No era un mapa común. Olía a anís y a tinta vieja. Tenía dibujos de islas imposibles, coordenadas flotantes y una frase escrita con letra temblorosa: «La Capitanía del Hombre Muerto no se busca, se despierta».

—¿Y si está maldita? —preguntó la Niña del Sudario.

—Pues que nos coja con la camisa buena, ñiña —respondió el Canijo, sonriendo con los dientes torcidos y un diente de oro que reflejó el sol.

Y así, con una palmada en el timón y un cántico en voz baja, el Garrapaa cambió su rumbo hacia lo que algunos llaman leyenda, y otros prefieren no nombrar.

El viento giró con un silbido sordo, como si el mar hubiese escuchado al capitán. Las velas, pese a sus remiendos, se hincharon como pulmones de gigante. En el horizonte, una silueta oscura flotaba en medio de la niebla. No era isla, ni barco, ni nube. Era algo que no debería estar ahí.

—Capitán… ¿esa sombra es parte del mapa? —preguntó el Tuerto de Dos Ojos, entrecerrando los párpados bajo sus dos parches.

—Esa sombra es el mapa —dijo el Canijo, bajando la voz como si alguien pudiera oírle más allá de los mares.

La Niña del Sudario apretó contra su pecho un rosario hecho con huesecillos de rata, y el Loro Mudo se metió en el interior de su jaula por primera vez desde que tenía memoria.

A bordo del Garrapta, todos sabían que los mapas embrujados eran un riesgo. Pero uno que se forma solo, desde la niebla… eso ya era cosa de dioses o demonios. El Canijo, en lugar de frenar, sonrió con descaro.

—Poned rumbo al eco. Allí donde la sombra respira.

Y el barco giró, acompasado con un quejido de madera antigua. Cada grumete tragó saliva, cada clavo del casco pareció crujir como si supiera lo que se avecinaba. Porque ese no era un viaje cualquiera. Era el principio del final de muchos, y el comienzo de algo que ni los libros osan narrar.

Los minutos se hicieron horas mientras la niebla los tragaba enteros. El mundo pareció apagarse, como si el Garrapta ya no navegara por el Mediterráneo, sino por las tripas de un sueño. El Canijo seguía firme en el timón, tarareando una canción que solo los viejos lobos de mar conocían, una melodía que hablaba de sirenas ciegas y de cartas que se escriben solas con sangre de marinero.

Fue entonces cuando una campana sonó en cubierta. Nadie la había tocado. Nadie se había movido. Pero allí estaba, balanceándose sola, con un tañido hueco que hacía vibrar los huesos.

—La Capitanía del Hombre Muerto nos ha visto —dijo la Niña del Sudario, y su voz, por primera vez, no tenía burla, sino miedo.

Delante del barco, entre la bruma, se alzó una torre de madera ennegrecida por la sal y el tiempo. No era una fortaleza flotante. No era un faro. Era un mástil gigante con banderas de todas las naciones del mundo, todas rotas, todas apagadas.

—Ésta no es tierra ni mar. Es frontera —murmuró el Canijo.

Y cuando la primera cuerda salió disparada desde aquella torre y se clavó en el mástil del Garrapta, todos entendieron que ya no había marcha atrás.

Los piratas se armaron. Las espadas tintinearon. El Loro Mudo recitó, sin saber por qué, un salmo olvidado. Y el Canijo, sin soltar el timón, susurró:

—Bienvenidos al umbral del fin. Que nos pille bailando.

Pero justo cuando el barco quedó anclado a aquella torre espectral, la bruma pareció apartarse como si algo —o alguien— caminara desde el corazón mismo del silencio. Un hombre, o algo parecido, emergió. Su piel era gris como la ceniza, y en vez de ojos tenía cuencas oscuras que parpadeaban con luz interior.

—Soy el Alguacil del Juramento —dijo con voz de marea baja—. Nadie entra sin promesa. Nadie sale sin deuda.

El Canijo bajó del timón con paso firme, como si ya conociera las reglas. Se sacó una púa de la solapa, afilada como cuchilla, y con ella se hizo un corte leve en la palma.

—Juro por mi sangre no mentir a este mar. Ni a los que lo habitan —declaró, dejando caer una gota en la cubierta.

La torre respondió con un quejido de madera viva, como si aprobara el gesto. Entonces, el Alguacil se volvió hacia el resto de la tripulación.

—¿Y ellos?

—Van conmigo. Y yo con ellos. Si alguno miente, que el mar se lo trague por los pies.

El Alguacil sonrió, o al menos eso parecía. Su boca no se movió, pero el aire se tornó menos denso, más respirable. El Garrapaa fue absorbido por la estructura, deslizándose como un recuerdo por una carta vieja. El interior de la torre era aún más extraño: escaleras que subían hacia abajo, antorchas que brillaban con agua, espejos que mostraban versiones alternativas de la tripulación.

—No miréis los espejos —advirtió el Canijo—. Mienten mejor que nosotros.

El grupo avanzó. A cada paso, el suelo crujía como si los aceptara… o como si tomara nota.


[Continuará…]

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