Las diez notas del silencio

Un día normal, haciendo scroll entre vídeos de TikTok, apareció algo diferente.

El plano era sencillo: un cuarto con paredes blancas, un flexo inclinado como un sol tímido, y un teclado extraño sobre una mesa de madera. No tenía marca ni modelo; las teclas parecían más finas, casi translúcidas, y unas cuerdas cruzaban la parte superior, como si alguien hubiera mezclado un piano con un arpa y lo hubiera dejado allí, respirando.

La chica del vídeo —pelo negro recogido, expresión tranquila, una camiseta blanca sin dibujos— se sentó, respiró hondo y apoyó los dedos.

No sonó nada.

Ni un “clinc”. Ni un “toc”. Silencio. Pero ella, que se llamaba Saori, empezó a tocar con una concentración casi religiosa. Los dedos se movían lentos, luego rápidos, rozaban las cuerdas, dibujaban formas invisibles sobre las teclas. Cerró los ojos, como si estuviera escuchando algo que los demás no podían oír.

Duró un minuto y cincuenta y ocho segundos. Al final, sólo dijo:

—Gracias por escuchar.

Y se cortó.

Los comentarios inundaron el vídeo:

“¿No se oye nada? ¿Está roto?”
“Qué narices acabo de ver.”
“No sé por qué, pero me he quedado viéndolo entero.”
“He sentido algo raro en el pecho.”
“Silencio. Arte.”

Lo compartieron por la risa, por el misterio, por curiosidad. Pero lo que nadie esperaba era que ese silencio se hiciera viral.
El algoritmo, caprichoso, decidió que el silencio era contenido.
Y así empezó todo.

Al día siguiente, Saori subió otro vídeo. Esta vez, enseñó el teclado con detalle. Era de madera clara, con pequeños cilindros brillantes incrustados en su base, como si dentro respirara algo vivo. En un lateral había una palabra grabada a fuego: Shizuka.

—Os presento a Shizuka —dijo—. No hace ruido. Hace lo contrario.

Tocó. Nada sonó.
Pero miles de personas juraron sentir algo. Algunos hablaban de paz. Otros, de tristeza. Otros, de una nostalgia ajena, como si el instrumento tocara recuerdos que no eran suyos.

Los escépticos se reían:

“Esto es un timo.”
“La nueva reina del playback sin sonido.”
“Arte conceptual para pijos.”

Pero la curiosidad ya era imparable.
Y lo que había empezado como una rareza se convirtió en una revolución silenciosa.

En su tercer vídeo, Saori llevó Shizuka a la calle. Se sentó en medio de una plaza, frente a un grupo de niños que jugaban. El aire vibraba con murmullos, y ella, sin mirar a nadie, empezó a tocar.

Nadie oyó nada, y sin embargo, el bullicio bajó.
Una niña dejó de balancearse en el columpio y se quedó mirando.
Un hombre de traje, que cruzaba con prisa, frenó un segundo.
Una mujer mayor cerró los ojos y sonrió.
Un perro se tumbó a sus pies.

A los tres minutos, cuando Saori levantó las manos, se escuchó el sonido más extraño de todos: la ciudad callada.

Aquel vídeo alcanzó los veinte millones de visitas.
Y entonces llegaron los medios, las marcas y los de siempre:
los que huelen el oro incluso cuando no suena.

La primera radio que se atrevió a ponerla fue una local.
Anunciaron con solemnidad:

“A continuación, el número uno de la semana: Las diez notas del silencio, de Saori.”

Durante dos minutos, no se oyó nada.
Cuando terminó, el locutor suspiró.

—No sé ustedes, pero me siento más ligero.

El teléfono empezó a sonar.
Una mujer pidió que lo repitieran.
Un hombre dejó un mensaje llorando: “Hacía años que no me dormía sin pastillas.”

Alguien escribió: “Por fin una canción que me entiende.”

El fenómeno se expandió.
La televisión la entrevistó. Los periódicos escribieron columnas tituladas “El sonido del vacío”.
Y las discotecas, siempre rápidas, crearon su versión: Silent Party.

Miles de jóvenes bailando sin música.
Luces estroboscópicas, vasos en alto, gente moviéndose al compás de la nada.
Lo irónico es que, por primera vez en años, se miraban entre ellos.
Y algunos decían que sentían una conexión real.
Otros solo querían grabarse bailando el silencio.

Saori, que siempre había sido discreta, empezó a aparecer en platós.
Su representante —un tiburón con sonrisa de mármol— la vendía como “la creadora de la música invisible”.
Ella hablaba poco. A veces, nada.
Pero mostró nuevos instrumentos: Tsukiko, una guitarra sin cuerdas; Kage, una batería de cristal; y Hibiki, un violín que vibraba sin emitir sonido.
Cada uno llevaba un nombre japonés y una historia.

“El silencio también tiene alma,” dijo una vez.
“Solo hay que saber tocarla.”

La gente la adoraba o la odiaba.
Los músicos tradicionales protestaban frente a los conciertos:
“¡El silencio nos quita el trabajo!”
Pero las entradas se agotaban igual.

Los festivales vendían “espacios de silencio” por miles de euros.
Las marcas lanzaban auriculares “de silencio puro”.
Y las influencers lloraban en directo escuchando lo que no se oía.

Y entonces llegó el concierto final.

Saori lo anunció con un vídeo breve:

“Diez notas. Una historia. Una explicación.”

No hubo promoción. Ni merchandising. Ni luces espectaculares.
Solo un teatro lleno y un piano mudo en el centro.

Saori salió vestida de negro, el cabello recogido, los ojos claros bajo una luz cálida.
Se sentó frente a Shizuka y no dijo una palabra.
Tocó.

El primer tema fue una caricia.
El segundo, una pregunta.
El tercero, una despedida que no se dijo.
En el cuarto, sus dedos temblaron apenas, y en el quinto, miró hacia arriba como quien busca algo que ya no está.
El sexto fue un eco sin fuente.
El séptimo, una mano que se suelta.
El octavo, el vacío de una habitación donde antes había risas.
El noveno, un hospital sin flores.
Y el décimo… un suspiro.

Cuando terminó, la sala entera respiraba como un solo cuerpo.

Entonces habló.

—Me preguntáis por qué el silencio —dijo con voz suave—.
Durante años, toqué para entenderme.
Hasta que la perdí a ella.

Nadie se movió.

—Cantaba —prosiguió—. Era mi pareja, mi compañera de escenario, mi casa.
Cuando enfermó, la música fue lo único que nos quedaba.
Pero cuando su voz desapareció, comprendí que ninguna nota podía traerla de vuelta.
El último día, me pidió que tocara algo… y no supe qué.
Así nació Shizuka.
Tocar sin sonido fue mi forma de quedarme con ella.
Porque el silencio, cuando viene del amor, también canta.

Bajó la mirada, sin lágrimas, sin dramatismo.
Solo verdad.

—He visto el mundo llenar el silencio de ruido.
He visto cómo lo convertían en moda, en marca, en desafío.
Y me duele.
Pero también he visto a gente llorar, reconciliarse, cerrar heridas.
Así que creo que, de alguna manera, ha servido.

Hizo una pausa y sonrió.

—Ahora, os voy a dar lo que ella me dio a mí la última vez que nos miramos:
un minuto de silencio… de verdad.

Apagó la luz del flexo.
El teatro quedó en penumbra.
No tocó. No movió las manos.
Solo respiró.

Y durante ese minuto, nadie se atrevió a romper el aire.
Se oían respiraciones, un sollozo ahogado, un par de toses que parecían pedir perdón.
Alguien en la última fila se tomó de la mano con su pareja.
El silencio se volvió tangible.
Una vibración sin nombre recorrió la sala.

Al cumplirse el minuto, Saori abrió los ojos.

—Gracias por escuchar.

Y se marchó.

El silencio la convirtió en leyenda.
La prensa escribió ensayos, documentales, teorías absurdas.
Las marcas agotaron cualquier cosa que llevara su nombre.
Las universidades la estudiaron como “fenómeno cultural posmoderno”.
Y ella, simplemente, desapareció.

Semanas después, subió un único vídeo.
Una hoja de papel, una mano escribiendo:

“El silencio no es un producto.
Es un lugar.
Si vas, ve con cuidado.”

Y nada más.

A partir de entonces, algunos bares comenzaron a apagar la música una vez por noche.
Algunos profesores pedían un minuto de silencio antes de empezar la clase.
Y algunas personas, cuando se reconciliaban o despedían, lo hacían sin palabras.

No cambió el mundo, pero aflojó un nudo.

A veces, dicen que la han visto en pueblos costeros, caminando por la playa con una mochila y el pelo al viento.
Que se sienta frente al mar, entierra los pies en la arena y mueve las manos como si tocara un teclado invisible.

No suena nada.

O quizá sí.

Porque hay cosas que, después de escuchar el silencio,
ya no necesitan decirse.

Y eso —aunque parezca contradictorio— también es música.

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