Cortijo abandonado en paisaje árido.

El cortijo encantado

Cortijo abandonado en paisaje árido.

Últimamente he estado un poco desconectado. Entre el trabajo, el reto de ser padre y el torbellino de la vida en general, me ha costado mantener el ritmo en el blog. Pero poco a poco voy intentando volver a la carga. Este texto lo escribí hace un tiempo como colaboración para un periódico digital; al final nunca llegó a publicarse allí, así que he decidido traerlo directamente aquí, a El Imaginario de Jaro. Espero que lo disfrutéis tanto como yo al escribirlo.

En las afueras de Jerez, donde el campo se funde con la leyenda y el viento parece hablar su propio idioma, existe un lugar que los mapas ya no nombran y del que los mayores apenas murmuran: el Cortijo del Viento. Aunque en los papeles figura como «Cortijo de los Adelfares», nadie lo llama así. En los patios del colegio y en los pasillos del instituto, entre bromas y retos de TikTok, los más jóvenes lo conocen como El Cortijo Encantado. Nadie sabe cuándo empezó el mote, pero como todo en Jerez, vino acompañado de un refrán medio en broma: “si sopla el levante y cruje la silla, no entres al cortijo, que te pilla.”

La historia que estás a punto de leer ocurrió hace apenas unos veranos, aunque ya ha empezado a retorcerse como toda leyenda que se respete. Los protagonistas fueron los chicos y chicas del grupo scout Juana de Lestonnac, de la Compañía de María, que celebraban su tradicional acampada de fin de curso en la noche de San Juan. Era una tradición que se remontaba a generaciones anteriores del mismo colegio, y que los monitores se esforzaban por mantener viva, aunque siempre con un toque moderno: algo de tecnología, juegos nuevos, pero manteniendo el espíritu de compañerismo, aventura y respeto a la naturaleza. Ese año, sin embargo, algo diferente los esperaba.

Salieron en autobús desde el colegio un sábado por la mañana, entre mochilas cargadas de bocatas, linternas, cantimploras, sacos de dormir y la energía inagotable de los quince años. Los monitores, un par de antiguos scouts ya creciditos, iban bromeando con los chavales y cantando canciones del campamento. El lugar elegido era un antiguo cortijo en desuso, propiedad del ayuntamiento, y situado a unos kilómetros del casco urbano. Una construcción de muros encalados, techos de teja hundidos y un olivo viejo como el mundo en la entrada. Perfecto para una noche de historias de miedo, leyendas locales y observación de estrellas bajo el cielo de junio. El autobús se detuvo entre el polvo del camino y, durante un instante, pareció que el viento dejó de soplar, como si el cortijo mismo los estuviera escuchando.

—¿Aquí hacían botellonas nuestros padres o qué? —preguntó Clara, una de las scouts más avispadas, mientras bajaban del bus.

—Aquí se refugiaban los contrabandistas, según dicen —respondió Álvaro, uno de los monitores, con tono misterioso—. Y otros dicen que hubo un incendio… pero que nadie sabe cómo empezó. También dicen que, si miras por una de las ventanas del fondo, puedes ver a alguien sentado dentro… aunque por dentro no haya más que polvo.

Risas nerviosas. Bromas. Algún grito fingido, típico de quien quiere hacerse el valiente. Pero también alguna mirada seria, de esas que no quieren admitir que sienten un leve escalofrío recorriendo la espalda.

Montaron las tiendas en el claro delante del cortijo, encendieron una pequeña hoguera con cuidado y cenaron entre canciones, bocadillos y juegos de sombras con las linternas. Antes de que cayera la noche del todo, uno de los monitores más jóvenes, Raúl, propuso una actividad especial: la búsqueda del gambusino. Todos rieron, como si entendieran la broma, pero los nuevos del grupo no sabían de qué hablaban.

—¿Qué es un gambusino? —preguntó Marta, con cara de sospecha.

—Un ser pequeñito, muy escurridizo, que solo aparece en noches como esta —dijo Raúl con tono solemne—. Vive en los cortijos viejos y se esconde en las alacenas. Algunos dicen que tiene un gorro rojo y una linterna diminuta.

—Eso es mentira, ¿no? —rió Dani.

—¿A que no hay valor para ir a buscar uno dentro del cortijo? —saltó Clara, medio en broma, medio retando.

Y como si alguien hubiese abierto una puerta invisible a lo desconocido, dos o tres chicos se encaminaron al interior del edificio riendo y empujándose. Fue entonces cuando, entre la penumbra, encontraron la caja de lata, oxidada y cerrada con un lazo de tela, descansando sobre una vieja alacena.

La búsqueda del gambusino acababa de volverse mucho más interesante. Hasta ahí, todo iba como cualquier acampada de scouts. Pero al caer la noche, el viento cambió.

Primero fue una brisa constante, como un susurro que parecía hablar en un idioma olvidado. Luego, rachas suaves pero frías, que bajaban del este, del campo abierto. Cuando la hoguera tembló sin motivo aparente y las llamas parpadearon azules durante un segundo, todos se quedaron en silencio. Fue un instante breve, pero bastó para que el aire se llenara de tensión.

—¿Habéis notado eso? —preguntó Mateo, el más escéptico del grupo.

—¿Lo dices en serio? —respondió Javi, otro scout—. ¿Azul? ¿De verdad?

Álvaro, el monitor mayor, clavó la mirada en el fuego y frunció el ceño. Parecía escuchar algo más allá del viento, como si intentara descifrar un mensaje. Los chavales dejaron de reír. Algo en el ambiente había cambiado.

—Aquí no se grita —dijo de pronto, en voz baja—. Aquí se pide permiso.

El grupo se quedó helado. Nadie entendía a qué se refería, pero nadie se atrevió a reírse.

—Lo decía mi abuelo. Él trabajó en este cortijo cuando era joven. Siempre decía que este sitio no era solo una ruina.

—¿Y entonces qué es? —preguntó Clara, inquieta.

—Un cruce. Entre lo que se ve y lo que no.

La noche siguió con una tensión sorda en el aire. Algunos entraron al cortijo con linternas. El interior era una mezcla de polvo, escombros, restos de muebles carcomidos y telarañas espesas. En una alacena encontraron una pequeña caja de lata, oxidada y cerrada con un lazo de tela. Dentro había fotos antiguas, amarillentas. Una mostraba a un grupo de niños vestidos con uniformes antiguos, parecidos a los de los scouts. Y una carta manuscrita con una caligrafía elegante:

«No todos los guardianes llevan espada. Algunos llevan el viento. Proteged el paso. No lo desveléis. —Juan Luis Perea.»

—¿Y ese tal Juan Luis Perea quién es? —murmuró Clara.

Javi, curioso, se guardó la carta en el bolsillo sin decir nada. No lo sabía entonces, pero esa noche cambiaría algo dentro de él. Algo que no podría explicar, pero que siempre recordaría.

Pasada la medianoche, mientras intentaban dormir, comenzaron los ruidos. Una silla que se mecía sola en el porche. Un golpeteo intermitente contra una contraventana que no paraba de abrirse. Y algo peor: una sombra que cruzó el claro a velocidad antinatural. Se oyó un silbido agudo, como si el viento gritara.

—¡Eso no era un zorro! —gritó Mateo, encendiendo su linterna.

El grupo se agrupó con linternas en círculo. Álvaro parecía más serio que nunca.

—El Guardián del Levante —susurró—. Lo llaman así. Algunos dicen que es el viento, otros que es un espíritu que protege los cruces del sur. Y este cortijo está justo sobre uno.

—¿Cruce de qué?

—De historias. De mundos. De memoria. Aquí… todo lo que olvidas vuelve. Y todo lo que niegas se manifiesta.

Un silencio espeso. Luego, la silla del porche se detuvo con un golpe seco, como si alguien invisible la hubiese frenado.

Al amanecer, estaban todos de vuelta al autobús. Salvo uno: Javi. Lo encontraron sentado bajo el olivo, con la carta de Juan Luis Perea abierta sobre las rodillas. Estaba tranquilo, pero con los ojos húmedos.

—¿Estás bien? —le preguntó Clara, preocupada.

—Creo que sí —respondió—. El viento me habló. Pero no con palabras. Solo… entendí que hay cosas que están aquí desde antes que nosotros. Y que solo quieren que no las olvidemos.

Clara lo ayudó a levantarse. Al irse, algo crujió en el porche. Una caja de cartón había aparecido. Nadie recordaba haberla visto antes. Dentro, envuelto en un pañuelo bordado, había un dulce de aspecto antiguo y un papel doblado:

«Confitería Los Perea, Jerez de la Frontera. Para quien respete el viento.»

Nadie supo quién lo dejó. Pero desde entonces, los scouts del grupo Juana de Lestonnac no han vuelto a ese cortijo.

Y cuando en Jerez sopla con fuerza el Levante, hay quienes dicen que si te quedas muy quieto… puedes oír cómo se mueve una silla en algún lugar del campo.

Y que alguien, o algo, sigue cuidando del cruce.

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