Cada noche, cuando el viento del mar empezaba a soplar con ese murmullo salado que sólo conocen los que han cerrado bares junto al muelle, Lola recogía las sillas de su terraza y barría las colillas olvidadas con resignación. Tenía treinta años, dos gatos que no la obedecían y un local con más historia que clientes. El bar, ‘La Cimbra’, era uno de esos sitios de paso donde los parroquianos se sabían de memoria las coplas que sonaban en la radio vieja, y donde el tiempo parecía detenido desde los ochenta.
Esa noche en particular, algo cambió.
Mientras echaba el cierre, con el farol del paseo apenas parpadeando, Lola vio una luz en el río. Parpadeó. Nada. Pero entonces volvió: una silueta blanca, alargada, con ventanillas iluminadas deslizándose sobre las aguas negras del Guadalete. Un escalofrío le recorrió los brazos. El ‘Vaporcito’.
Lo había escuchado mil veces de boca de los viejos del lugar. El Vaporcito de El Puerto, aquel ferry que conectaba con Cádiz durante décadas. Hundido, desguazado, convertido en leyenda. Pero allí estaba. Navegando como si nada, como si el tiempo no tuviera dominio sobre él. Sin ruido, sin estela, sin nadie a bordo… o eso parecía.
Volvió la vista al interior de su bar. Juraría que una foto antigua del Vaporcito, colgada junto al botellero, había cambiado. Antes se veía el barco atracado. Ahora… parecía en movimiento.
Durante los días siguientes, el Vaporcito apareció siempre a la misma hora. 2:13 AM. Cruzaba el río de lado a lado, envuelto en una neblina fina, como flotando entre dos mundos. Lola dejó de dormir. Empezó a investigar. Habló con don Julián, un barquero jubilado que aseguraba haber visto al Vaporcito «cuando aún cantaban los vencejos en el muelle». Fue a la hemeroteca. Encontró un recorte amarillento: «Último viaje del Vaporcito: 30 de agosto de 2008. No se hundió, se despidió».
Una noche subió a bordo.
No recuerda cómo. Estaba en el paseo, y de pronto, sus pies tocaban la madera gastada de la cubierta. Luces suaves, música lejana: un pasodoble tocado con tristeza. Al girar la vista, vio pasajeros. No tenían rostros definidos, como si fueran recuerdos vestidos de domingo. Uno la saludó con una copa de manzanilla. Otro le tendió una flor. Ninguno hablaba, pero todos sonreían.
Un marinero, joven y con ojos tristes, se le acercó. «Gracias por no olvidarnos», dijo. Y le entregó algo: una ficha metálica oxidada, con el escudo de El Puerto y la fecha de su último trayecto.
Despertó en el banco del muelle, envuelta en una brisa templada. La ficha seguía en su mano. Nunca volvió a ver el Vaporcito. Ni siquiera a las 2:13.
Pero esa semana, muchos en el barrio contaron haber soñado con él. Soñaron que viajaban en un barco blanco por el río, que bailaban en la cubierta, que saludaban a seres queridos ya desaparecidos. Algunos lloraron al contarlo. Otros rieron.
Lola enmarcó la ficha y la colgó bajo la foto del bar. Y escribió una nota a mano que decía:
«El Vaporcito no se fue. Está navegando en los recuerdos que no queremos perder.»
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