El Último Dulce de los Perea

Jerez de la Frontera, 1938. El sonido de las campanas de la Iglesia de San Miguel se confundía con los ecos distantes de una guerra que parecía no querer terminar. El aire estaba impregnado de incertidumbre, humo de braseros y un silencio que sólo se rompía con el paso marcial de algún destacamento o el clamor de las colas del pan.

En la calle Antona de Dios, una pequeña casa de azulejos agrietados resistía con dignidad el paso del tiempo y de la miseria. Allí vivía la familia Perea. José, el padre, trabajaba desde antes del alba en la Confitería Perea, uno de los siete antiguos bastiones dulces que antaño llenaban de vida y magia los rincones de Jerez. Pero los tiempos habían cambiado. Ya nadie hablaba de bastiones. Ni de dulces. Ni de magia.

Isabel, su esposa, mantenía el hogar como podía. Era ama de casa, sí, pero su talento en la cocina era bien conocido en todo el barrio. De su cocina salían pucheros aromáticos, bizcochos esponjosos hechos sin harina, y consuelos azucarados para los días de peor suerte. Sin embargo, hacía mucho que no sonreía mientras cocinaba. Las ollas, como el futuro, estaban cada vez más vacías.

Ana María era la más pequeña, una niña de ocho años con la mirada perdida entre nubes. Soñadora, curiosa, siempre hablaba sola como si conversara con hadas invisibles. Su hermano mayor, José Joaquín, era lo opuesto: un adolescente serio, con manos de inventor y mente inquieta. Pasaba horas creando aparatos con cachivaches rescatados de la basura o de algún trastero olvidado del mercado de abastos.

Una tarde gris, Joaquín decidió llevar a Ana con él a la confitería. No era habitual que los niños entraran en el obrador, pero ese día no había clientes ni dulces, y la tristeza que flotaba entre las paredes le pareció más llevadera si la compartía con su hermana.

La Confitería Perea estaba en la calle Tornería, entre la antigua Taberna El Pasaje y el convento de las monjas que vendían dulces de gloria. El escaparate, cubierto por una cortina descolorida, apenas dejaba ver los estantes vacíos. Dentro, Isabel limpiaba los mostradores con manos rutinarias. Cada gesto suyo parecía una despedida.

Fue entonces cuando sucedió.

Mientras Ana correteaba entre los sacos de azúcar vacíos y Joaquín removía papeles antiguos en busca de inspiración, un pequeño temblor —quizás causado por algún bombardeo lejano— sacudió una estantería. Un libro cayó al suelo, abriéndose por la mitad con un golpe seco. Joaquín lo recogió, curioso. Estaba en blanco.

—Otro más de esos cuadernos de cuentas inútiles —murmuró.

Pero cuando Ana lo tocó, algo cambió.

Las páginas comenzaron a llenarse de palabras escritas en tinta dorada, como si alguien invisible estuviera escribiéndolas en ese mismo instante. Joaquín retrocedió, boquiabierto.

—¿Lo ves…? —susurró Ana con los ojos brillantes.

Él negó con la cabeza.

—Yo sólo veo el brillo… Pero no las letras.

La niña pasó sus dedos por las páginas con reverencia. Allí estaban: las recetas de su tatarabuela Joaquina, la primera gran maestra confitera de la familia. Recetas que se creían perdidas. Recetas que, según contaban los más viejos del barrio de San Mateo, podían hacer llorar de alegría a un corazón roto.

Esa noche, en la casa de Antona de Dios, Joaquín y Ana, en secreto, decidieron intentar una de las recetas: «El Último Dulce».

Los ingredientes eran sencillos pero específicos: cáscara de naranja seca al sol, almendra tostada bajo luna creciente, un puñado de harina de trigo cosechada en la campiña jerezana y una pizca de azahar… pero no cualquier azahar. Debía ser el Azahar de la Frontera, una flor que sólo crecía en los límites del antiguo huerto de Doña Blanca, al norte de la ciudad. Joaquín no preguntó cómo, pero Ana lo trajo envuelto en un pañuelo bordado.

—¿Dónde lo encontraste?

—Estaba en la vieja tinaja del patio. Me llamó —respondió ella como si nada.

Con la ayuda de Isabel, que no entendía muy bien qué estaban haciendo pero que no podía evitar seguir las instrucciones de su hija como si una fuerza antigua la guiara, prepararon el dulce. No tenía nombre en el libro, solo una nota: “Para devolver lo perdido”.

El horno, alimentado con carbón viejo y paciencia, comenzó a desprender un aroma que se esparció más allá de la calle Antona de Dios. Atravesó la plaza Plateros, se coló por las rendijas del Alcázar, envolvió la Catedral y acarició los patios del barrio de Santiago. Los gatos salieron de sus escondites. Los vecinos levantaron la vista. Los soldados dejaron de marchar.

La mañana siguiente, la confitería amaneció rodeada de gente.

Había niños con los ojos abiertos como lunas llenas. Ancianos que no probaban dulce desde que empezó la guerra. Madres que habían olvidado lo que era sonreír. José, al llegar, se quedó paralizado. Joaquín y Ana estaban detrás del mostrador, con una bandeja cubierta por un paño blanco.

—¿Qué es esto? —preguntó el padre.

Joaquín levantó el paño. Había una docena de dulces brillantes, como si tuvieran luz propia.

—El último dulce, papá —dijo Ana con voz firme.

Los probaron.

Y algo ocurrió. Algunos lloraron. Otros rieron como hacía años no lo hacían. Una mujer empezó a cantar coplas antiguas. Un hombre, al probar uno, recordó el rostro de su madre muerta. Una niña abrazó a su padre sin saber por qué.

La magia había vuelto a Jerez.

No en forma de fuegos artificiales ni con hechizos rimbombantes. Sino con algo más simple y poderoso: un dulce que devolvía la alegría.

Desde ese día, la Confitería Perea no volvió a estar vacía. Isabel recuperó la sonrisa. José ya no hablaba de cerrar. Joaquín siguió inventando, pero ahora también horneaba. Y Ana, aunque seguía jugando y soñando, guardaba en secreto el libro de su tatarabuela, como si una voz muy antigua le susurrara al oído:

“Un día, te necesitarán otra vez.”

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