¡Hola, imaginarios!
Antes de adentrarnos en este relato lleno de plantas que hablan, portales interdimensionales y lingüistas que no saben descansar… una pequeña confesión: he estado dos semanas fuera de juego por culpa de un virus más pesado que una clase de sintaxis a las ocho de la mañana.
Pero ya estoy casi al 100% y con las ganas intactas de seguir compartiendo historias raras, mágicas y, por qué no, un poquito locas. Gracias por seguir ahí, al otro lado del portal. Ahora sí: afilad los sentidos, abrid los diccionarios… y cruzad conmigo al mundo de Voynich.
Hay libros que uno encuentra por accidente. Y luego están
los que lo encuentran a uno. Hay una diferencia sutil pero definitiva, como
entre tropezar con una piedra y que la piedra te esté esperando.
El profesor Emilio Vargas no creía en el destino. Creía en
café negro, insomnio crónico y en los manuscritos antiguos que coleccionaba
como si fueran cromos de la infancia: con obsesión, con devoción, y con una
ligera sensación de que aquello, de algún modo, le salvaba de sí mismo.
Enseñaba filología en la Universidad de Sevilla, aunque más por costumbre que
por vocación. Su reputación, antaño prometedora, se había marchitado como las
páginas de los códices que amaba. Sus alumnos lo consideraban un loco excéntrico
—“el Indiana Jones de la papelería polvorienta”, decían entre risas—; sus
colegas, un estorbo anticuado que hablaba más lenguas muertas que vivas. Él,
sin embargo, no parecía inmutarse. Seguía traduciéndolo todo: sumerio, acadio,
protoindoeuropeo, klingon. Todo lo que pudiera caber en símbolos, él lo
desmenuzaba como quien pela una cebolla buscando el corazón del mundo.
Hasta que encontró el Voynich.
O mejor dicho, el Voynich lo encontró a él.
Fue en una subasta polvorienta en Jerez de la Frontera, de
esas que huelen a cera de iglesia rancia y a humedad antigua. Entre libros de
misa, manuales de mecanografía y atlas escolares con fronteras que ya no
existen, apareció una copia encuadernada en cuero verdoso, con una inscripción
en el lomo que no obedecía a ningún alfabeto conocido. Emilio, escéptico, la
abrió con manos temblorosas. Sintió una punzada en el estómago, una especie de
náusea anticipatoria. No era una edición moderna. No era una reproducción. Era
el original. El maldito, el inasible, el indescifrable Manuscrito Voynich.
—Esto es una broma —murmuró, pero su voz temblaba como si ya
supiera la respuesta.
Las ilustraciones eran inconfundibles: plantas imposibles,
que parecían sacadas de un sueño lúcido; diagramas astronómicos con
constelaciones que no correspondían a ningún cielo terrestre; mujeres desnudas
sumergidas en tubos vegetales, como si flotaran dentro de una savia cósmica; y
el texto… ese texto sinuoso, fluido, como una lengua que cantaba en espiral,
sin una sola palabra reconocible.
Durante semanas, Emilio se encerró en su despacho. Nada de
clases. Nada de sueño. Ni siquiera café. Solo el manuscrito. Su mundo se redujo
a tinta, símbolos y márgenes. Se volvió pálido como un espectro, con ojeras tan
profundas como los pozos de conocimiento que intentaba excavar. Y entonces, en
la página 86, lo vio. Una letra. No, una palabra. Una palabra que no debería
estar ahí. Que no podía estar ahí. No estaba escrita con tinta: estaba grabada,
apenas visible, como una cicatriz antigua sobre la página. Y decía: Emilio.
—Esto… no puede ser.
Su voz sonó hueca, lejana, como si ya no perteneciera del
todo a este plano. Al rozar el relieve de su nombre con la yema de los dedos,
el manuscrito se encendió. Una luz verde, suave y palpitante, surgió desde las
fibras mismas del papel, como si la planta de la que había nacido aquella
historia volviera a brotar, viva, en sus manos. Emilio gritó, retrocedió
trastabillando, pero la habitación ya no era suya. El despacho, la silla, la
noche sevillana que latía afuera… todo se disolvió cuando la luz lo envolvió.
Una envoltura cálida, vegetal, imposible. No tuvo tiempo de huir. Ni siquiera
de entender.
Y desapareció.
Despertó en una pradera imposible.
El cielo no era azul, sino un manto de tonos morados con vetas doradas que se
deslizaban como ríos de luz líquida. No había sol visible, pero todo brillaba
con una claridad suave, como si la luz emanara desde el suelo mismo. Las
plantas que lo rodeaban eran gigantescas, con hojas translúcidas que vibraban
suavemente, como si respiraran al unísono. Algunas se abrían al paso del
viento, revelando nervaduras que parecían caminos o venas, y otras se cerraban
tímidamente al notar su presencia. El aire olía a jazmín, a tierra mojada, y a
algo más… algo parecido al recuerdo de una tarde de verano que nunca vivió.
Emilio intentó incorporarse, pero el peso de su cuerpo era
distinto, como si la gravedad aquí se hubiera graduado en otra escuela. Se
sentía más liviano, pero a la vez más denso, como si cada átomo suyo tuviera
que acostumbrarse a una nueva sinfonía de fuerzas invisibles. El suelo bajo sus
pies latía. Literalmente. Como un tambor lento y profundo, un corazón vegetal
que marcaba el ritmo de la vida de ese mundo.
Delante de él, una criatura se alzó en silencio. Su piel era
verde, pero no como una pintura, sino como el musgo bajo la lluvia o las hojas
recién nacidas en primavera. Sus ojos eran grandes y oscuros, brillantes como
semillas de amapola humedecidas por el rocío. Tenía forma humanoide, pero su
carne era un entramado de tallos, fibras, cortezas finas que se movían con
flexibilidad sorprendente. Vestía con hojas vivas, que cambiaban de color
lentamente, como reflejando su estado de ánimo o la luz ambiente.
—¡Por la madre de Saussure! —exclamó Emilio, dando un salto
hacia atrás y abrazando su cartera como si fuera un escudo léxico.
La criatura ladeó la cabeza con una elegancia curiosa. Sus
labios —si es que eran labios— se abrieron y de ellos brotó un sonido dulce y
vibrante.
—Veyna.
Emilio parpadeó. Su cerebro, entrenado para reconocer
patrones lingüísticos, tardó solo una fracción de segundo en reaccionar. Esa
palabra. La conocía. Estaba en la primera página del manuscrito. Una palabra
central, rodeada por un círculo de símbolos que parecían girar en torno a ella
como planetas en una danza eterna.
«Veyna.»
El nombre del idioma.
Y también del planeta.
Voyn.
Durante días, Emilio fue guiado por los habitantes del
lugar, los Zarn, una civilización vegetal con una inteligencia
tranquila, antigua y paciente como las raíces profundas. Se comunicaban no solo
con sonidos, sino con movimientos sutiles de sus hojas, con colores cambiantes,
con aromas que transmitían emociones. Emilio se sintió torpemente humano entre
ellos, pero también asombrosamente vivo. Como si al fin hubiera llegado a un
lugar que llevaba toda la vida soñando sin saberlo.
Descubrió que el manuscrito no era solo un enigma; era un grimorio
viviente, una especie de mapa interdimensional que contenía conocimientos
de una civilización extinguida hacía milenios. Su idioma no era código: era
lengua viva, en constante evolución, y cada lector lo interpretaba de forma
única. Y él, por algún motivo que aún no comprendía del todo, era el primero en
siglos capaz de leerlo con fluidez. Como si el texto lo hubiera estado
esperando.
Cada noche, mientras dormía en una especie de cápsula hecha
de flores enormes que se cerraban suavemente al anochecer, Emilio soñaba con Gelya,
la Planta Madre. No era solo un árbol: era una conciencia que lo abarcaba todo.
En sus sueños, Gelya tenía voz de viento y ojos de luz. Le mostraba visiones de
otros viajeros: humanos que habían cruzado el umbral hacía siglos y nunca
lograron volver. Rostros olvidados en libros de historia, fragmentos de
culturas extinguidas, todos unidos por una misma obsesión: el Manuscrito
Voynich.
Gelya le reveló un secreto enterrado bajo símbolos y
metáforas: una parte del manuscrito original había sido arrancada y
llevada a la Tierra, siglos atrás. Esa ausencia había roto el equilibrio entre
mundos, dejando el corazón de Voyn herido, como una planta privada de una de
sus raíces esenciales.
—Tú puedes devolverlo —dijo Gelya, con voz vegetal
que sonaba dentro de sus huesos más que en sus oídos.
—No sé cómo regresar… —respondió Emilio, con una mezcla de
miedo y melancolía—. Ni siquiera sé si quiero hacerlo.
—La historia ya está escrita, Emilio. Pero también puedes
reescribirla.
—¿Y si me equivoco?
—Entonces será una historia nueva. A veces, eso es lo que un mundo necesita.
Emilio se enamoró de Voyn. No fue un enamoramiento
repentino, sino una entrega lenta, como la savia que asciende por un tronco
hasta alcanzar la última hoja. Aprendió su lengua, Veyna, no solo con
palabras, sino con el cuerpo, el aliento, los colores y los aromas. Aprendió su
cultura, tejida de ciclos lunares y raíces centenarias. Descubrió una poesía
botánica que no se escribía con tinta, sino con polen y luz, una métrica de
estaciones y de brotes. Aprendió a leer la lluvia como un verso, y a escuchar
en los susurros del viento los nombres de antiguos sabios arbóreos.
Y conoció a Lirya.
Ella era una Zarn nacida del loto de las lágrimas,
una flor que solo florecía donde el dolor había sido sanado. Curaba a los
enfermos con el roce de sus hojas, pero también con historias, canciones de
savia y caricias de pétalo. Le hablaba a Emilio con palabras… y con
fragancias: tristeza con aroma a canela, alegría como néctar de fruta madura.
Cada beso entre ellos tenía el sabor de algo eterno y recién descubierto. Un
amor imposible, sí, pero también inevitable.
Pero no todo era armonía.
La belleza de Voyn ocultaba cicatrices.
Un grupo llamado los Seken, antiguos guardianes del
portal entre mundos, observaban con creciente inquietud. Ellos creían que la
llegada de un humano era una grieta peligrosa, un desequilibrio natural. Un
virus. Para los Seken, Emilio era una amenaza al ciclo, una interferencia. Y
aunque su juicio parecía duro, no estaban del todo equivocados.
La conexión entre mundos se debilitaba.
Y ese debilitamiento estaba afectando a ambos lados.
Lirya lo llevó entonces a un lugar sagrado: un santuario
hecho de piedra viva, que antes vibraba con energía ancestral y ahora yacía
seco, desprovisto de luz. Allí, en el centro del círculo de raíces fosilizadas,
había un hueco. Rectangular. Perfecto. La página perdida. El corazón del
manuscrito.
—Aquí empezó todo —susurró Lirya, con voz de brisa
nocturna—.
—Y aquí puede terminar.
Fue en ese momento cuando Emilio lo supo. No lo dedujo. No
lo razonó. Lo sintió. Esa página, ese fragmento esencial, estaba en
su despacho, olvidado entre diplomas descoloridos y mapas de lenguas
muertas. La había enmarcado hacía años, una excentricidad más en su museo
personal de rarezas filológicas.
—Tengo que volver —dijo.
Lirya asintió. Pero sus ojos —ojos de savia que habían visto
siglos— se llenaron de una tristeza vegetal, de esas que no se marchitan, sino
que echan raíces.
—Y tendrás que elegir —dijo—. Regresar solo… o
arriesgarte a abrir el portal para siempre.
Guiado por Gelya, la Planta Madre, y protegido por Lirya,
Emilio participó en un ritual ancestral. Bajo un cielo de hojas brillantes, en
un coro de cantos vegetales y luces verdes, cruzó el umbral. Sintió cómo su
cuerpo se deshacía en símbolos y luego se recomponía en tinta. Y entonces…
Despertó en su despacho.
Cubierto de polvo. La luz de la mañana entraba por la
ventana como un intruso. Todo parecía igual… y sin embargo, nada lo era. El
manuscrito seguía allí, sobre su escritorio, abierto como una herida esperando
ser cerrada. Y ahora, Emilio podía leerlo como si fuera un libro
cualquiera. Las palabras ya no se le ocultaban: danzaban ante sus ojos, lo
saludaban como a un viejo amigo.
Buscó la página faltante.
Allí estaba. En la pared. Enmarcada.
Una tontería académica que había olvidado por completo.
La descolgó con manos temblorosas, como quien sostiene la
última pieza de un corazón roto. La insertó en su lugar, y entonces, el
manuscrito brilló.
Pero esta vez no lo absorbió.
No.
Esta vez abrió una puerta.
Literalmente.
Desde el suelo, una arcada vegetal brotó, retorciéndose como una enredadera con
prisa. Sus hojas se abrieron, revelando un pasaje que no era metáfora ni sueño:
al otro lado estaba Voyn, vibrante, palpitante… y también los Seken,
que habían estado esperando. Habían aprovechado la grieta para cruzar. No
todos, pero sí los suficientes.
Emilio no lo dudó. Cerró el manuscrito con un grito que no
sabía que tenía dentro. La puerta se desmoronó en un estruendo de hojas secas,
y todo desapareció… salvo una semilla. Pequeña. Perfecta. Rebosante de
vida. La guardó en el bolsillo con el respeto de quien sostiene un universo
miniatura.
Hoy, Emilio da clases otra vez.
Tiene menos alumnos, pero más oyentes.
Más soñadores. Más lectores de imposibles.
Ha publicado un libro extraño y hermoso, llamado «Lenguas
Florales: una gramática de lo imposible». No todos lo entienden.
Algunos creen que es una metáfora. Otros, una novela. Los más curiosos…
intuyen la verdad.
Y por las noches, cuando la universidad duerme, Emilio habla
en Veyna con la planta que crece en su despacho. Sus hojas cambian de
color según las emociones. Ríe en violeta, se entristece en azul, ama en rojo
suave. Y en su centro, una flor cerrada duerme, esperando.
Porque cuando florezca,
la puerta se abrirá de nuevo.
Y esta vez, Emilio no volverá solo.
Porque hay mundos que esperan ser leídos.
Y libros que nunca se terminan.
Solo esperan al lector adecuado.
Fin… o principio.
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