
Últimamente no he estado tan activo como antes. Lo sé. Y lo siento.
Pero si la vida es una carretera, a mí me ha tocado una zona de curvas. De esas en las que tienes que bajar una marcha, agarrar el volante con fuerza y confiar en no salirte del carril. He pasado semanas donde me he planteado incluso dejar de escribir. No porque no quiera, sino porque a veces la vida se te echa encima y te deja sin fuerzas, sin tiempo, sin ganas. Pero dejar de escribir no es una opción. Escribir es mi forma de respirar, de ordenar el caos, de entender el mundo. Así que aquí estoy, intentando volver a coger el ritmo, recomponiendo mi camino y recuperando el control.
A veces, cuando conduzco por la autopista de noche y el mundo parece apagado, pienso que mi vida es un poco como esas luces naranjas que parpadean en la distancia. No llaman la atención, pero están ahí, cumpliendo su función, guiando a otros para que no se pierdan. Y eso, en el fondo, es lo que soy: un guerrero de la carretera. No el que la gente espera ver, sino el que aparece cuando todo se detiene.
Trabajo entre el silencio y el rugido de los coches. Hay noches en las que solo se escucha el viento, y otras en las que la adrenalina te despierta de golpe porque alguien ha tenido un mal día o un mal segundo. En esos momentos no hay espacio para pensar, solo actuar: señalizar, proteger, ayudar. Somos invisibles hasta que alguien nos necesita. Y, cuando todo termina, desaparecemos otra vez, como si nunca hubiéramos estado.
Y eso es lo curioso: vivimos en un mundo donde todo el mundo quiere ser visto, pero hay oficios —como el mío— donde la mayor satisfacción es precisamente que nadie se dé cuenta de que has estado allí. Que la carretera siga viva, que los coches pasen, que las familias lleguen a su destino sin saber que hace un rato hubo un problema. Si lo has hecho bien, nadie se entera. Y, en cierto modo, eso también es una forma de heroísmo silencioso.
A veces la gente piensa que somos poco más que los del camión amarillo. Pero detrás del chaleco reflectante hay una historia, una persona y muchas madrugadas a las espaldas. Yo he visto de todo: accidentes que te rompen por dentro, animales atropellados, personas llorando al borde del arcén, y también momentos que te devuelven la fe en la gente. Como ese conductor que te da las gracias con la mirada o te ofrece un café sin que se lo pidas. Son detalles pequeños, pero suficientes para recordarte por qué haces lo que haces.
Lo que mucha gente no sabe es lo que se siente cuando suena un aviso. Esa vibración en el móvil que te cambia el pulso. Da igual cuántos años lleves, siempre te pasa lo mismo: piensas mierda, dónde ha sido, casi no hay arcén, me voy a tener que jugar el pellejo otra vez. Siempre me preparo para lo peor. No por morbo, sino por defensa. Si me espero lo peor, no me pilla por sorpresa. Pero hay noches en las que no sirve. Porque aunque te pongas la coraza, el miedo te atraviesa igual. No por ti, sino por lo que te puedes encontrar: un coche destrozado, una mirada vacía, el silencio que viene después de un impacto. Y aun así vas. Sin pensarlo.
Y ahí estás, avanzando con las luces de emergencia reflejándose en los guardarraíles, mientras el corazón te late fuerte. En esos momentos, la carretera parece un túnel interminable y tú solo eres una chispa que se mueve entre sombras. No sabes lo que te espera al final, pero sigues. Porque eso es lo que haces: seguir adelante. Aunque el cuerpo te diga que pares, aunque el cerebro te grite que estás loco, tú sigues.
Lo que no entiendo, y creo que nunca entenderé, es cuando estás ahí, jugándote el tipo para señalizar y evitar otro accidente, y la gente te insulta. Te pitan, te gritan, te miran mal como si fueras tú el culpable de que haya tráfico. Supongo que ahí entiendo a Spider-Man. O a Batman, cuando la gente los perseguía a pesar de que estaban salvándolos. Parece que hay algo en el ser humano que rechaza la ayuda cuando llega en el momento incómodo. Como si prefiriéramos que nos ignoren antes que admitir que necesitamos que alguien se detenga por nosotros. Pero da igual. Uno sigue. Porque sabe que, aunque no lo vean, lo que haces importa.
Y es que, al final, la carretera tiene algo de jungla moderna. Hay momentos de calma absoluta y, de repente, un rugido, un frenazo, una llamada. A veces pienso que todos los que trabajamos ahí somos una especie de vigilantes sin capa. No tenemos superpoderes ni Batseñal, pero estamos ahí, en la sombra, manteniendo el equilibrio entre el caos y el orden. Los coches pasan, las vidas siguen, y nosotros quedamos al margen, con los pies en el arcén y los ojos puestos en las luces que se alejan.
El otro día, por ejemplo, atendí a una chica y a su padre que se habían quedado tirados. Ella estaba nerviosa, temblando. Su padre, malhumorado —el coche acababa de salir del taller—, no entendía nada. Le hablé tranquilo, con ese tono de quien sabe que lo importante no es el coche, sino la persona. Me dieron las gracias varias veces y, entre conversación y conversación, les conté que, además de esto, soy escritor. Me miraron con una mezcla de sorpresa y curiosidad. Les hablé de mi libro, de mi blog, de lo que intento construir cuando no estoy en la carretera. Esa misma noche, antes de dormir, vi una venta nueva en Amazon y una nueva reseña. ¿Serían ellos? Mi boca dibujó una sonrisa sin quererlo, en la oscuridad, pensando que a veces basta un gesto, una charla al borde del arcén, para sentir que todo tiene sentido.
Y es que escribir para mí no es un lujo, es una necesidad. Es la forma que tengo de darle sentido a todo esto: a los turnos de noche, al cansancio, a los días que parecen iguales. Cuando escribo, todo lo que veo en la carretera —la oscuridad, los faros, las historias sin nombre— se transforma en algo distinto. En mundos que invento, en personajes que nacen de la nada. Es mi manera de no dejar que la rutina me trague.
Lo hago por mi hijo, por Máximo. Porque quiero que cuando crezca vea que su padre no solo llevaba un chaleco reflectante, sino que construyó un legado de magia y fantasía, de mundos locos y leyendas andaluzas. Quiero que vea que incluso desde el asfalto se puede soñar, y que cada historia que escribo es una manera de decirle:
“Mira, hijo, aquí estoy. No soy el guerrero que la gente se merece, pero sí el que necesitan.”
Esa frase es de Batman: El Caballero Oscuro, y la hago mía, porque así me siento. Un vigilante. No solo yo, sino todos mis compañeros. Guerreros del asfalto. Siempre ahí, cuando todo el mundo duerme, cuidando de los demás sin esperar aplausos, solo que todos lleguen a casa.
A veces, cuando estoy solo en la furgoneta, miro por el retrovisor y veo las luces de los coches desaparecer en el horizonte, y me entra una sensación extraña. Una mezcla entre orgullo y soledad. Orgullo por estar haciendo algo que importa, aunque nadie lo vea. Soledad porque a veces parece que el mundo va a otra velocidad y tú te has quedado al margen, sosteniendo los pedazos para que los demás sigan su camino. Pero entonces pienso en Máximo, en su sonrisa, y en cómo algún día leerá estas palabras, y me vuelvo a centrar. Porque todo esto, absolutamente todo, lo hago por él.
Quizá no deje castillos ni tesoros, pero dejaré palabras. Y, con un poco de suerte, esas palabras servirán para que otros recuerden que hay belleza también en el trabajo duro, en las noches largas y en las carreteras vacías. Que incluso bajo el ruido de los motores late un corazón que sueña con dragones, piratas y ciudades imposibles. Y que ese corazón, por loco que parezca, pertenece a un padre que solo quiere dejarle al mundo algo que valga la pena recordar.
He pasado tantas horas en la carretera que ya la siento como una extensión de mí. Cada curva, cada túnel, cada señal tiene un recuerdo. Lugares donde ayudé a alguien, donde reí, donde me enfadé, donde me quedé mirando el amanecer con los ojos cansados pero el alma tranquila. Hay algo hipnótico en ver salir el sol desde el arcén, con el chaleco puesto y el silencio de la mañana rompiéndose poco a poco. En esos instantes siento que, de alguna manera, pertenezco a algo más grande. No sé si es la carretera, el destino o la vida, pero lo siento.
Y cuando llego a casa, después de todo, me quito el chaleco y me siento frente al ordenador. Abro el blog o el archivo del libro y empiezo a escribir. A veces las palabras salen solas, otras cuesta horrores. Pero siempre me pasa lo mismo: mientras escribo, siento que estoy dejando huella. Que esas historias, esas locuras que mezclan realidad y fantasía, son también una manera de entenderme a mí mismo. De decirle al mundo que incluso desde un camión de mantenimiento se puede crear magia.
Ser “el guerrero de la carretera” no va de ser fuerte ni valiente. Va de estar. De aparecer cuando otros no pueden. De tener el valor de quedarse cuando los demás huyen. De aguantar el frío, el sueño, la rabia o la incomprensión. Y seguir. Porque sabes que, aunque nadie te vea, estás haciendo lo correcto.
Y si algún día alguien lee esto y se pregunta quién era ese tal Jaro, o ese operario que hablaba de dragones y tormentas de asfalto, quiero que sepan que no era un superhéroe. Era solo un hombre que creyó que la fantasía podía nacer incluso en los arcenes, entre los conos, las luces de emergencia y el olor a gasolina.
Esta vez no voy a hacer promo, solo dar las gracias si has llegado hasta aquí.
Gracias a todos esos que habéis comprado mi novela y me seguís aquí: Mónica, Kale, Tucán, Jorge, Gaby, José, Luz María, Isa… y un largo etcétera.
No ose me puede olvidar Esmeralda Muñoz.
Y, sobre todo, a @eli_balfour (podéis buscar su perfil en TikTok). Gracias por la reseña, que me llegó en un momento de duda y oscuridad.
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