Casa andaluza decorada con luces de Navidad en una calle tranquila, con fachadas blancas, adornos tradicionales y ambiente cálido del sur.

El Despistao: la criatura andaluza que hace que la Navidad dure un poquito más

La abuela Isabel siempre decía que las noches de Navidad tenían un brillo distinto en Andalucía, como si el aire se pusiera más blandito, más dispuesto a dejarse querer. Aquella noche, mientras los nietos se arremolinaban alrededor del brasero y el viento rascaba las tejas como un gato con prisas, la abuela carraspeó despacio, se acomodó la manta en las rodillas y les dijo que ya era hora de contarles la historia del Despistao. Los niños abrieron los ojos como platos, porque sabían que cuando la abuela empezaba con ese tono, algo mágico iba a salir de su boca. Y fue entonces cuando todos olieron lo mismo: un olor tenue, dulzón, a pestiños recién hechos mezclado con anís, un olor imposible porque en la cocina no había nadie friendo nada desde hacía horas. La abuela sonrió al ver sus caritas sorprendidas, como si hubieran descubierto un tesoro, y les dijo que ese era precisamente el aviso de que el Despistao rondaba cerca. No que estuviera allí, claro —él nunca se deja ver—, pero al menos pasaba por el barrio para asegurarse de que todo el mundo tuviera su ración de recuerdos antes de que el año se terminara.

Los niños se apretaron un poco más contra ella, y la abuela Isabel empezó a contar que el Despistao no era un duende ni un espíritu ni nada de eso que sale en los cuentos extranjeros; no, él era una criatura de aquí, muy nuestra, del tamaño de un mechero, morenito, con cara vivaracha, las pupilas como dos aceitunitas negras y el pelo parecido al estropajo con el que se limpian las paelleras del domingo. Siempre iba vestido con una ropa que parecía sacada de un mercadillo flamenco en pleno diciembre, mezcla de guayabera, chaleco y mangas remangadas, como si fuera perpetuamente verano aunque hiciera un frío que pela. El olor a pestiño era su perfume natural, una mezcla que se le quedaba pegada a la piel porque él vivía entre cocinas viejas, patios blancos y chimeneas apagadas, recogiendo los recuerdos que la gente iba soltando sin darse cuenta. Y se llamaba el Despistao no porque él fuera torpe, sino por todo lo contrario: porque cada vez que necesitaba que una persona recordara algo importante —una llave perdida, un pensamiento olvidado, un cariño que se había apagado, una sonrisa que llevaba meses guardada—, él tenía que olvidarse de otra cosa para que la memoria volviera a su dueño.

La abuela Isabel, que llevaba setenta y tantos diciembres a sus espaldas, dijo que esa era la parte más triste y más bonita de su existencia: para que a ti te venga la chispa de “ay, si lo tenía aquí delante”, él tiene que sacrificar un pedacito de lo que sabe. Y por eso, contaba la abuela, en Andalucía se dice que la Navidad dura más que en ningún sitio. No porque seamos exagerados —bueno, un poco sí—, sino porque el Despistao, con tanto olvido acumulado, nunca recuerda bien en qué día termina la fiesta. La empieza unos días antes y la acaba unas semanas después, siempre con la esperanza de que nadie se quede sin su pequeño milagro cotidiano. Porque el Despistao no hace grandes cosas ni mueve montañas, él se ocupa de los detallitos que hacen la vida más llevadera: ese eurito que aparece en un bolsillo cuando más falta te hacía, el mechero que estabas seguro de haber perdido y que reaparece dentro del bolso de invierno, la foto que te cae de un libro al abrirlo después de años, la llave que encuentras en el bolsillo del vaquero cuando ya estabas a punto de llamar al cerrajero.

Uno de los niños preguntó que cómo se enteraba el Despistao de lo que cada persona necesitaba recordar, y la abuela, con esa paciencia que solo tienen las madres y las mujeres que han vivido mucho, explicó que él escuchaba lo que no se decía. No las palabras, sino los silencios. Cuando alguien en Andalucía suspiraba fuerte al no encontrar algo, cuando repetía “¿pero dónde estará esto?”, cuando se tocaba los bolsillos por quinta vez como si fueran a fabricar respuestas, el Despistao captaba ese temblor invisible, esa señal mínima que entre nosotros casi siempre pasa desapercibida. Y entonces, si consideraba que ese recuerdo era importante, él se acercaba sin hacer ruido y soltaba ese aroma a pestiño tibio que solo los corazones atentos pueden percibir. Esa fragancia era como una llave antigua que abría un cajón cerrado de la memoria, devolviéndote la claridad necesaria para saber dónde buscar.

La abuela Isabel decía que lo había visto actuar muchas veces sin verlo nunca. Ella contaba que un año, siendo joven, había perdido el broche de plata que le regaló su madre, un broche de lunares que llevaba siempre en la solapa. Buscó por toda la casa hasta quedarse sin fuerzas, y ya al borde de las lágrimas, cuando se rindió y se sentó en una silla de anea, notó ese olor sutil. Nadie estaba cocinando, nadie estaba preparando nada, pero el perfume a pestiño pasó como un susurro por la habitación. Sin saber por qué, se inclinó hacia el cajón de los manteles —un sitio absurdísimo—, abrió la tela de un refajo viejo y allí estaba el broche, brillando como si acabara de ser pulido. “Ahí fue cuando supe que había sido el Despistao”, les dijo la abuela, aunque nadie en la casa creyó su historia… excepto su madre, que sonrió en silencio, como si también supiera más de lo que decía.

Otro de los nietos quiso saber si el Despistao tenía familia, si vivía en algún lado, si dormía o si comía. La abuela rió bajito y les aseguró que esas cosas nadie las sabe, pero que se cuenta que él vive en los huecos olvidados de las casas antiguas: entre las tejas, en los altillos donde se guardan los adornos de Navidad, entre los manteles que huelen a anís, en las cajas de zapatos llenas de fotos amarillentas, en los bolsillos de los abrigos que solo se usan en días señalados. Hay quien dice incluso que habita en el hueco del sofá donde se pierden objetos desde tiempos inmemoriales, y que él va coleccionando despistes igual que otros coleccionan monedas o sellos. Y conforme va olvidando cosas para que otros recuerden, su propio nombre original, el que tuvo antes de ser el Despistao, se ha ido borrando también. La abuela decía que ese nombre estaba guardado en algún lugar, pero que el propio Despistao ya no lo recordaba. “Y es mejor así”, decía, “porque si él lo recordara, entonces ya no haría falta, y sin él esta tierra sería mucho más triste.”

Los niños escuchaban sin parpadear, y la abuela siguió, diciendo que su magia no era grande ni escandalosa, no era de esas que salen con luces y truenos, sino de la que se cuela por las grietas de la vida y arregla un poquito lo que está torcido. Si una familia se enfadaba por una tontería, si un amigo se distanciaba de otro, si un vecino olvidaba pasar a desear felices fiestas, él soltaba ese perfume, y de repente alguien decía: “Oye, voy a llamar a fulano, que hace tiempo que no sé de él.” La abuela aseguraba que ese impulso, ese gesto pequeño, tenía siempre la marca del Despistao. Y por eso, en Andalucía, se respiraba distinto en Navidad. Porque aquí las cosas importantes suelen ser pequeñas: ver a alguien que hace tiempo que no ves, recordar una coplilla que cantaba tu abuela, acordarte de ponerle un platito de pestiños al vecino mayor que vive solo. El Despistao hacía que todos esos detalles volvieron, como si la memoria de la tierra se activara.

Otro niño preguntó cómo era posible que el olor a pestiño fuera la señal de su presencia, y la abuela dijo que era porque ese olor representa la Navidad de aquí: sencilla, casera, hecha de harina, miel y anís, como una mezcla de recuerdos comestibles. Y que el Despistao, al vivir entre recuerdos, iba empapado de esa fragancia igual que otros van empapados de colonia. “Mirad”, dijo ella, inclinándose hacia adelante, “cuando notéis ese olor y no haya nadie friendo, sabed que algo vuestro quiere volver, algo que no deberíais perder.”

Uno de los niños, el más pequeño, preguntó si alguna vez el Despistao se equivocaba. La abuela sonrió con una ternura que solo la vejez puede dar y dijo que claro que sí. Que a veces, al olvidar algo para ayudar a alguien, se liaba y prolongaba la Navidad más de la cuenta. Que por eso aquí seguimos cantando villancicos cuando en otras partes ya están con las rebajas. Y que si alguna vez ves una casa con luces todavía encendidas en enero, no es que sean despistados ellos, sino Él. Que se olvidó de tirar del freno. Todos rieron, pero la abuela lo dijo con esa convicción que hace que los cuentos parezcan verdades.

Finalmente, cuando las brasas estaban ya bajas y los niños empezaban a cabecear, la abuela Isabel concluyó diciendo que el Despistao es el guardián de las cosas pequeñas. Que no pretende cambiar el mundo, pero sí enderezar lo que duele. Que mientras él exista, siempre habrá alguien encontrando algo que creía perdido, recordando algo que pensaba olvidado o sonriendo sin saber por qué cuando pasa por una calle que huele a pestiño. Y que cada vez que eso ocurra, da igual la fecha que marque el calendario, porque en ese instante seguirá siendo Navidad.

Y mientras escribo esto, no puedo evitar pensar que ojalá el Despistao trabajara todo el año, no solo en Navidad. Que bastante tiene el pobre con olvidarse de cosas para que a nosotros nos venga la lucidez de repente. Porque hoy vamos por la vida con un teléfono pegado a la mano, con mensajes que entran solos, con redes que te hablan aunque tú no quieras, y aun así nos cuesta sacar cinco minutos para llamar a quien de verdad lo agradecería. Hay personas mayores que pasan las fiestas solas, vecinos que ya no reciben un “¿cómo estás?”, familiares que se quedaron esperando una llamada que nunca llegó. Y, siendo sinceros, no es que no podamos: es que lo vamos dejando, como quien deja un abrigo en la silla “para luego”. Ojalá el aroma del Despistao nos diera cada día ese empujoncito de recordar lo importante, pero como es andaluz, trabaja fuerte un mes y después se despista —y ahí, lo más grande, es que seguramente sea verdad—. Así que el resto del año nos toca a nosotros. No se pierde nada por coger el móvil cinco minutos y regalarle a alguien un recuerdo que le haga el día un poquito menos frío. Al final, eso también es Navidad, aunque estemos en marzo o en septiembre.

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