Roca de Gibraltar al atardecer

Los guardianes de Levante y Poniente: la leyenda del Peñón de Gibraltar y los vientos del sur

Venía por la autopista, sentido Cádiz. El sol se escondía despacio, tiñendo el cielo de un rosa cansado, y el mar, quieto como si temiera romper algo sagrado, reflejaba aquel atardecer de otoño con la calma de un espejo. A lo lejos, el Peñón de Gibraltar se alzaba majestuoso, cubierto por una nube que bajaba desde Cádiz como si quisiera abrazarlo. Durante un instante, vi cómo la luz se apagaba en su cima y la oscuridad se la tragaba entera, como si el día y la noche estuvieran jugando a esconderse. Fue entonces cuando pensé: ¿qué historia antigua esconderá el Peñón? ¿Será refugio del viento de Levante, cansado de soplar contra los hombres? ¿O marcará el lugar donde dos mares, dos mundos, dos almas, fueron separados por los dioses?

Si os interesa, me presento. Yo soy Jaro, y este es mi Imaginario. Un rincón donde las leyendas respiran vino de barrica y el tiempo se dobla como la espuma del mar en Tarifa. Aquí aún se escuchan los secretos de los Perea, aquella familia de confiteros que escondía fórmulas alquímicas entre capas de hojaldre y azúcar. Dicen que bajo la bodega de González Byass se esconde una escuela de magia vinícola donde los toneles envejecen el vino… y también los hechizos. Se rumorea que los gamusinos existen de verdad —el primero, aseguran, nació por estas tierras—, aunque solo los niños y los locos pueden verlos. Y que cuando ves a un pequeño pájaro llamado Correolas correr por la orilla, no estás viendo un simple animal, sino el eco de una vieja historia, de cuando el fornido Hércules separó Europa de África… o eso cuenta la leyenda.

Esa tarde, mientras la nube envolvía la roca y la autopista se estiraba frente a mí, sentí que el mundo me susurraba algo. Como si una voz vieja, anterior a las fronteras y los mapas, se colara entre el rumor del motor y el latido del mar. Escucha, Jaro —me decía—, porque voy a contarte de dónde nacieron los vientos, y por qué el Peñón se alza entre ellos como árbitro de un juego que nunca termina.

Cuentan que al principio del tiempo, cuando África y Europa aún eran una sola tierra y el mar no sabía a qué nombre responder, el cielo se llenó de calor. El Sol, joven y orgulloso, repartía su fuego sin medida, y las aguas comenzaron a hervir de tanta luz. De ese hervor nacieron dos hermanos, gemelos del aire y la marea. Uno miraba al este y otro al oeste. Uno olía a sal, y el otro, a trigo. Uno traía humedad y otro sequedad. Los dioses los llamaron Levante y Poniente, y les dieron alas invisibles para recorrer el cielo y jugar con el mundo.

Durante siglos soplaron juntos. Eran inseparables. Con su danza moldearon montañas, abrieron valles, secaron marismas y crearon dunas donde antes solo había piedra. El mar se acurrucaba bajo su caricia, y los pueblos del sur aprendieron a leer sus cambios. Los campesinos sabían que cuando el Levante dormía, el trigo maduraba lento y dulce. Y los pescadores, cuando sentían al Poniente despertar, sabían que las olas volverían a casa con calma. Todo estaba en equilibrio, como si el mundo respirara a su compás.

Pero los hermanos crecieron. Y con ellos, el orgullo. Levante, impetuoso, quería que todo ardiera bajo su calor. Decía que así el mundo recordaría que el fuego también era vida. Poniente, tranquilo pero testarudo, decía que el frío daba forma al pensamiento, que solo en la calma podía nacer la sabiduría. Ninguno quería ceder. Y lo que empezó siendo un juego se convirtió en desafío.

Una mañana, Levante decidió demostrar su fuerza. Soplando con toda su furia, empujó las aguas hacia el oeste. Las olas rugieron, el cielo se oscureció, y el mar se alzó como una bestia. Poniente respondió con su aliento helado, y los vientos chocaron en mitad del mundo. El choque fue tan violento que la tierra tembló, se agrietó y se abrió en dos. El mar, que hasta entonces había sido un solo cuerpo, se dividió en dos almas distintas: el Mediterráneo y el Atlántico. África quedó de un lado, Europa del otro.

Los hombres sintieron miedo. Decían que el cielo estaba partiendo el mundo, que el fin se acercaba. Pero los dioses, viendo aquel caos, intervinieron. Bajaron desde las alturas con voces de trueno y les impusieron un castigo que todavía hoy resuena en el aire. “Os doy todo el cielo para correr y perseguiros. Jugaréis por siempre al pilla-pilla, pero jamás podréis tocaros. Cuando uno sople, el otro callará. Cuando uno duerma, el otro despertará. Y si alguna vez vuestras manos se rozan, el mar devorará la costa y el mundo recordará que hasta el viento tiene límites.”

Para que el pacto no se rompiera, los dioses clavaron en mitad de la herida una roca inmensa, nacida del corazón mismo de la tierra. Así nació el Peñón. Piedra de equilibrio, árbitro de los vientos, frontera viva entre el fuego y el frío. Su sombra marcó el punto donde el cielo y el mar firmaron su tregua.

Con el tiempo, los hombres empezaron a venerar aquella roca. Algunos decían que era la columna que sostenía el cielo; otros, que era el trono de un dios dormido. Los monjes del sur la llamaron El Suspiro del Mundo. Decían que cuando las nubes se posan sobre su cima, no son nubes, sino los pensamientos del propio Peñón intentando calmar la ira de los vientos. Cuando Levante sopla demasiado fuerte, el Peñón se cubre para amortiguar su rabia. Cuando Poniente enfría el alma del mar, la roca se despeja para dejar pasar la luz. Es el mediador silencioso de un juego eterno.

Los marineros lo sabían bien. Antes de lanzarse al Estrecho, ofrecían vino al mar y pan a los vientos. Algunos incluso dejaban flores o monedas sobre las rocas cercanas, pequeñas ofrendas para ganarse el favor del árbitro. No había templo ni altar, pero todos sabían que ahí, entre África y Europa, alguien vigilaba el equilibrio. Y cada vez que el mar rugía o el viento arrancaba los techos de las casas, las abuelas del sur murmuraban: “Los hermanos están discutiendo otra vez.”

Con los siglos, las historias se mezclaron. Unos decían que los vientos eran hijos del Sol y la Luna, condenados a no encontrarse nunca. Otros que eran guardianes de una puerta secreta bajo el mar, que si alguna vez se abría de nuevo, dejaría escapar el fuego del principio del mundo. Los más viejos contaban que el Peñón, en las noches de tormenta, respira, y que si apoyas el oído sobre su piedra puedes escuchar dos voces que se llaman entre sí: una cálida, otra fría, una que suspira, otra que responde.

Y así pasa el tiempo. A veces el Levante se enfada y golpea con fuerza, trayendo locura a los hombres y sal a las ventanas. Otras, el Poniente refresca las calles y los días huelen a respiro. Pero ni uno ni otro recuerdan del todo por qué se persiguen. Solo el Peñón guarda la memoria del castigo. Solo él conoce la verdad de su origen y el precio de su amor.

Esa tarde, al ver cómo la nube rosada envolvía su cima, sentí que aquella historia seguía viva. La oscuridad avanzaba como una lengua sobre la roca, y el mar, en calma, parecía contener la respiración. Pensé en los dos hermanos, eternos, jugando a tocarse sin conseguirlo, y en el Peñón soportando en silencio su disputa. Entendí que el Peñón no es solo piedra: es promesa y frontera. Es un dios cansado que vela porque el mundo no se deshaga, un guardián que sostiene el equilibrio para que podamos seguir soñando con atardeceres y olas mansas.

Pasé junto a una curva donde el aire cambió de golpe. La brisa entró por la ventanilla y olía a vino, a sal y a distancia. Juraría que en ese instante el viento susurró mi nombre. No sé si fue el Levante o el Poniente, pero creí escuchar una voz que decía: “Aún seguimos jugando, Jaro.”

Sonreí. Quizá el Peñón no es solo un árbitro. Quizá también sea un espejo, recordándonos que todos llevamos dentro un Levante y un Poniente: una parte que quema y otra que enfría, una que avanza y otra que se resiste, una que sueña con tocar lo que nunca podrá alcanzar. Y pensé que tal vez de eso va todo: de soplar sin rendirse, aunque sepas que el horizonte siempre se alejará un poco más.

El sol terminó de caer, la nube se disolvió lentamente y el Peñón volvió a su silencio. Yo seguí conduciendo, con la sensación de haber escuchado un cuento que llevaba siglos esperando ser contado. Un mito que el viento susurra solo a quien viaja despacio, con el corazón abierto y la mirada puesta en el sur.


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