El día que conocí al Duende Andaluz (y entendí que Tarifa no es un lugar, sino un estado mental con salitre)

No recuerdo si fue por el sueño, el levante o el hambre, pero sé que aquel día en Tarifa algo hizo «click» dentro de mí. Un destello. Un hechizo. Una especie de portal invisible que se abría justo entre las dunas y el viento, como si el mundo real se deshilachara un poco y me mostrara una versión alternativa del sur. Y fue entonces cuando lo vi.

Al principio pensé que era un niño muy bajito, con un pelo imposible, como si hubiese dormido en una lavadora durante el centrifugado. Pero cuando se dio la vuelta, lo supe: no era un niño. Era un duende. Y no uno cualquiera: era el Duende Andaluz.

Tenía la piel morenita, curtida por el sol de siglos. Sus ojos chispeaban como brasas encendidas en una noche de feria. Iba descalzo, con pantalones remangados y una camiseta que decía “DEEP HOUSE” en letras desteñidas. Y sonreía. Siempre sonreía, como si supiera un secreto que los demás no éramos capaces de entender.

Se me acercó sin miedo, con la confianza de quien ha visto nacer y morir generaciones. Me miró con esa cara suya de «tú no sabes dónde te has metido, pero ya es tarde» y soltó:

—Chiquillo, has cruzado. Ya está. Bienvenido.

—¿Cruzado qué? —pregunté, medio dormido, medio abducido por el viento.

—¡El umbral! El de los que no pueden volver. Tarifa no es un lugar, alma de cántaro. Es un estado mental. Y tú estás dentro ya.


Pensé que era un sueño. O una insolación. Pero el duende seguía ahí. Caminaba a mi lado por la playa como si fuera mi sombra en 3D. Me señalaba cosas que yo no veía: un cormorán que hablaba flamenco, una sombrilla que giraba según la música de un chiringuito invisible, una pareja besándose con tanta pasión que el mar se ponía colorado.

—Tarifa es el único sitio donde el tiempo se rompe, primo. Aquí no importan los relojes. Aquí las olas son relojes blandos, como en un cuadro de Dalí, pero con arena en los bolsillos.

—Pero ¿qué quieres de mí? —le pregunté, intentando entender si estaba loco o simplemente demasiado feliz para cuestionarlo.

—Nada, hombre. Solo que no te olvides. Que cuando vuelvas al mundo real, te acuerdes de que estuviste aquí. Que Tarifa no es una postal, ni un sitio de surf, ni un pueblo bonito con hippies guapos. Tarifa es un conjuro. Y ahora llevas su marca.


Durante días (o semanas, no lo sé), el Duende Andaluz me acompañó en cada momento. Cuando buscaba trabajo, se reía desde una rama y decía: “No digas que sabes. Di que quieres aprender, y verás cómo se abren las puertas”.

Cuando dormía en la Playa Chica, me cubría con una toalla invisible hecha de historias pasadas. Y cuando sentía que no podía más, que quizá había cometido un error viniendo a Tarifa sin plan, sin dinero, sin experiencia… me agarraba del alma y me susurraba:

—La libertad no es hacer lo que quieras. Es tener el valor de quedarte cuando podrías huir.


Con el tiempo, el duende se hizo parte de mí. O mejor dicho, descubrí que siempre había estado dentro. Solo que en la ciudad, entre horarios, pantallas y semáforos, lo había olvidado.

Lo descubrí el día que me salió curro en un chiringuito. Cuando el dueño, un holandés con alma de marinero, me preguntó si sabía poner copas y yo respondí: «No, pero tengo ganas, y el viento me ha traído hasta aquí. Algo sabrá, ¿no?»

El duende se carcajeó tanto que se cayó del palo donde estaba encaramado. Y desde el suelo, con los rizos despeinados por el levante, gritó:

—¡Ese es mi niño!


Tarifa me enseñó a vivir sin mapa. A confiar en que el camino aparece cuando dejas de buscarlo como loco. Me enseñó a ver magia en lo cotidiano: en el salitre pegado al pelo, en una cerveza al atardecer, en la primera propina que sabes que te has ganado.

Y aunque con el tiempo conseguí casa, amigos, proyectos, y hasta estoy escribiendo una novela sobre todo esto (porque hay historias que si no las cuentas, revientan por dentro), sigo sintiendo que cada vez que cierro los ojos… el duende sigue ahí.

A veces en forma de pensamiento que me salva. A veces en forma de idea que me obliga a escribir. A veces simplemente como esa sonrisilla interior que aparece cuando todo se va al carajo, pero tú sabes que estás justo donde debes estar.

Y sí, me sigue despeinando el viento. Pero ahora entiendo que no es caos: es dirección.


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Tu libertad empieza con una decisión. ¿Te atreves?

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