Capítulo 2 – La Puerta del Estrecho

—¡Abuelo Cebolleta, despiértese! ¡Que queremos saber qué pasó con El Canijo! —gritó Carmen, dándole un pequeño empujón en el hombro.

El abuelo roncaba suavemente, con la copa de anís ya casi vacía apoyada sobre el regazo y la cabeza ladeada como si estuviera soñando con olas y tempestades. A su alrededor, los niños se revolvían con impaciencia, rodeados de cojines, mantas y migas de galletas.

—¡Vamos, abuelo! ¡Que justo cuando iba a empezar lo más emocionante te has quedado sopa! —protestó Dani, el más pequeño.

El viejo abrió un ojo, después el otro, y tras carraspear como una gaviota resfriada, se irguió en su sillón.

—¿Dónde estaba…? Ah, sí… —murmuró, estirándose los hombros—. Os iba a contar cómo cruzaron la Puerta del Estrecho…

Era noche cerrada sobre las aguas entre Tarifa y Algeciras, pero el cielo estaba tan despejado que se veían las estrellas temblar sobre el mar. El Garrapta navegaba como un murmullo entre las olas, con sus velas viejas hinchadas como pulmones de un borracho al despertar. Las maderas crujían con cada vaivén, como si el barco suspirara por sí mismo, cargado de historias sin contar. La brisa nocturna llevaba consigo un olor a salitre, humo y algo más: un aroma dulce, como de ron derramado sobre pólvora mojada. Las gaviotas, que a esas horas suelen descansar, se mantenían en el aire, inquietas, como si algo ancestral las hubiese despertado.

El Canijo del Cabo, con su abrigo rojo ondeando al viento y las gafas negras puestas como siempre, se acercó al timón con paso lento. Cada pisada era como una nota en una melodía antigua que sólo él parecía recordar. Se detuvo un segundo, alzó la barbilla y cerró los ojos, como si pudiera leer el destino entre los susurros del viento y el suspiro del mar. Su silueta recortada contra el cielo estrellado parecía la de un profeta marítimo, alguien que había vivido tantas vidas como días había pasado en alta mar. El ancla de su collar tintineó levemente, como si también quisiera decir algo.

A lo lejos, las luces lejanas de Barbate parpadeaban como luciérnagas cansadas, y más allá, Conil dormía al borde del océano como un gato enrollado. En las orillas mágicas de Zahara y Bolonia, se decía que aún quedaban ecos de batallas de tritones y hechiceras, invisibles para los ojos humanos pero perceptibles en la brisa. Chipiona, con su faro erguido como centinela del fin del mundo, y Rota, con sus calles estrechas llenas de leyendas, se escondían entre la bruma de los recuerdos del Canijo. Hacia poniente, en la costa malagueña, se intuían los perfiles oscuros de Estepona, con sus aguas encantadas por el canto de las sirenas, y Marbella, donde las sombras de antiguos corsarios aún bailaban sevillanas en las noches sin luna. Nerja, con sus cuevas que guardaban ecos de dragones dormidos, y Torrox, donde se decía que la arena podía curar el alma, también eran parte de aquel mapa encantado.

El mar entre Cádiz y Málaga era un viejo conocido del Canijo, lleno de secretos, viejas alianzas y promesas rotas bajo la luna. No era raro que en esas aguas se contaran historias de barcos encantados, de criaturas de escamas doradas que cantaban a la luna y de cofres malditos que cambiaban de lugar cada noche.

—Esta noche huele a cruce de caminos… o a emboscada —murmuró, y escupió por la borda con estilo.

La tripulación estaba inquieta. El Tuerto de Dos Ojos dormía con un ojo abierto (nadie sabía cuál), la Niña del Sudario jugaba con una baraja de cartas que cambiaba de palo sola, y el Loro Mudo murmuraba palabras sueltas en un idioma que nadie entendía. Desde la cocina, el Gordo Marco, cocinero y poeta frustrado, recitaba versos a los calamares mientras removía una sopa que olía a mar y a despedida. A veces, la sopa chispeaba como si tuviera estrellas dentro. De fondo, un cuerno de niebla sonaba sin que nadie lo tocara.

—Capitán… ¿no vamos muy al sur? —preguntó el grumete de guardia, un chaval con más miedo que años.

—Vamos recto hacia el alma del Estrecho. Hay que cruzar la Puerta, o no llegaremos jamás a la Capitanía del Hombre Muerto —dijo El Canijo, con una sonrisa torcida y el tono de quien ya ha cruzado peores destinos.

La «Puerta del Estrecho» no era una puerta literal, sino una zona del mar donde las corrientes se enroscan como serpientes, los vientos cambian de opinión cada minuto, y las leyendas de naufragios son tantas que hay quien cree que el fondo del mar es una biblioteca de barcos hundidos. Se decía que hasta las gaviotas evitaban ese paso, que las brújulas giraban en círculos, y que los relojes se paraban de puro respeto. Algunos marineros contaban que si escuchabas con atención, podías oír los relojes cantar melodías antiguas, como si el tiempo mismo se entretuviera allí.

—Ahí delante está el Faro de Punta Carnero. Si su luz titila, es que el paso está abierto. Si está fija, no pases… o no vuelves.

Pero la luz titilaba. Un poco. Como quien guiña un ojo sin estar seguro.

Al entrar en el tramo conocido como «La Boca del Diablo», la niebla cayó de golpe. Una niebla espesa, baja, con olor a aceite de linaza y canela. Nadie supo decir por qué, pero todos se santiguaron. Hasta el Loro Mudo dejó de murmurar, y eso ya era una señal.

De repente, una sombra se alzó frente al Garrapta. No era un barco. Era una ciudad flotante. Una especie de mercado ambulante sobre plataformas de madera, con antorchas encendidas y banderas de todos los puertos imaginables. Voces lejanas entonaban cánticos que sonaban como himnos de náufragos y comerciantes fantasmas.

—Es el Puerto de las Mareas. Solo aparece cuando alguien lo necesita de verdad —dijo el Canijo, con voz de quien ya había estado allí antes, aunque nunca lo confesara.

En el Puerto de las Mareas, el Canijo compró una caracola partida en dos. La vendedora era una mujer vestida de algas secas que no parpadeaba. Dijo que una parte abría los mares… y la otra los cielos. Sólo con las dos, el barco podría volar. Su mirada era profunda como un pozo sin fondo, y sus palabras sabían a sal y secretos. Mientras hablaba, pequeños peces de luz nadaban alrededor de sus tobillos descalzos.

—¡Pero sólo tienes una mitad! —gritó el Tuerto de Dos Ojos.

—Y ya es más de lo que tiene cualquier otro pirata vivo, ñiño. Ahora, a navegar —replicó el Canijo, guardando la caracola como si fuera una llave sagrada.

Al dejar el puerto flotante, la niebla se disipó y en el horizonte se alzó la silueta de Gibraltar, con sus luces apagadas. La tripulación contuvo el aliento. La Puerta estaba delante. El mar estaba en calma, demasiado calma, como si el propio océano contuviera la respiración.

Un remolino empezó a formarse bajo el barco. No de agua, sino de luz. Como si alguien hubiese encendido una vela gigante en el fondo del mar. Un haz turquesa comenzó a subir en espiral hacia ellos, como una espina dorsal de energía antigua.

—¡Todos a sus puestos! ¡Esto no es una tormenta, es una decisión! —gritó el Canijo.

Y el Garrapta, con un crujido de madera vieja y valentía nueva, se lanzó al remolino con todas sus fuerzas. El mar se abrió como un libro y el barco entró por la Puerta del Estrecho sin mirar atrás.

Porque al otro lado, muy lejos, empezaba el territorio sin ley de la Capitanía del Hombre Muerto.

[Continuará…]

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